Ya saben ustedes, al hilo de lo dicho las dos últimas semanas en este mismo espacio, que nuestra Guerra de la Independencia comenzó cuando las tropas napoleónicas, llegadas a España como aliadas, merced a los manejos infames del favorito real Manuel Godoy y de Napoleón, se convirtieron en represoras de las legítimas protestas españolas ante su actitud política.

En realidad, aquel ejército, victorioso en todos los campos de Europa, se dirigía a Portugal. El Gran Corso quería apoderarse del país vecino, no sólo por ambición, sino para aislar a Inglaterra y privarla del auxilio estratégico que eran los puertos portugueses. Pero esta vez no midió el alcance de sus decisiones políticas. O lo midió mal.

En realidad, Napoleón nunca entendió a España. Miraba hacia acá, hacia este país, con desdén. Sus expectativas políticas estaban en la Europa continental. Su actitud hacia los reyes españoles provocó el levantamiento de la población y al mismo tiempo de buena parte del ejército.

Pero, cuidado, sólo de una parte. Uno de los capítulos menos honrosos de esa terrible contienda fue el colaboracionismo interesado de una parte de la aristocracia y de la iglesia españolas.

El pueblo se levantó en armas por dignidad y su esfuerzo se vio atizado por su propio atraso y por las prédicas de la Iglesia que, claro está, no quería ni oír hablar de los principios de la Revolución Francesa, cuyos abanderados eran, pese a ser los invasores, los ejércitos franceses.

Y, mucho más, si se considera que una parte no desdeñable de los sectores ilustrados del país simpatizaban con los ideales revolucionarios, aunque no compartiesen los métodos, ni, por supuesto, aceptaran la invasión. España se levantó en armas antes de que los franceses conquistaran Portugal. Ese fue el primer y, a la postre, fatal error que cometió el general Bonaparte.