Algunos concursos de televisión utilizan un sistema cuestionable, en cuanto a la capacidad objetiva de calcular el grado de respaldo a un concursante, una especie de aplausómetro para medir el ruido generado después de cada actuación y que sirve como votación colectiva para valorar las dotes del intérprete. Cuanto más fuertes son los aplausos o más se prolongan en el tiempo, se entiende que más adeptos consigue el aspirante a ganador. También hay programas deportivos -esos que convierten una mirada esquiva entre dos jugadores en una lucha de protagonismos que centra tertulias-, que miden los gritos en el campo mediante un sistema propio de dudable fiabilidad científica que después les sirve para interpretar el ambiente en el vestuario.

Igual que existen estos medidores, debería estar disponible en el mercado un artilugio que permitiese calcular el grado de agresividad que encierra un insulto, teniendo en cuenta no sólo el significado de la palabra aislada, sino el tono con el que se pronuncia y el contexto en el que se lanza. Ya se sabe que la vara de medir es distinta en el debate político, donde a los protagonistas se consienten términos, frases y acusaciones que aunque reprobables objetivamente, no reciben castigo alguno, a pesar de que si se hubiesen producido en otros ambientes, seguramente podrían ser objeto de denuncia y de sentencia firme contra quien atenta con su palabra contra otro. Aún así, existen límites, que cuando se cruzan, requieren un castigo.

En el contexto de la política municipal, cuando la barrera del respeto hacia otro miembro de la corporación se traspasa y ocurre durante la celebración de los plenos, el insulto se paga con la expulsión y ahora hemos sabido, que también con una sanción, que puede llegar a 3.000 euros. El problema radica en cómo se mide la gravedad de los descalifativos y el grado de maldad que encierran para ajustar el reproche y que el desenlace sea equitativo. En el salón de plenos se ha escuchado decir de los de enfrente que «no tienen palabra, ni vergüenza ni decencia». En este caso el castigo fue pedir a la concejala que así se había manifestado que se disculpase y lo retirase, para que no constase en acta. Un concejal comentó de otra que actuaba de «mala fe o mentía» y que su único afán era el protagonismo, lo que causó que la presunta vilipendiada abandonase ofendida la sala, sin más consecuencias. Sí fue expulsado quien dijo de la anterior «qué cara más dura tienes» y el que acusó al alcalde de mentir y de «no tener vergüenza», términos que le valieron además de la expulsión, el aviso de sanción.

Fuera del pleno, en la vorágine informativa que rodea la actividad municipal, la misma portavoz que abandonó el debate porque se sentía agredida, acusó al grupo que le había ofendido de intentar acabar con su trayectoria en el ayuntamiento «desde la mediocridad», con «malas artes» e «intrigas».

Si funcionase un insultómetro adosado a cada micrófono, podría saberse si las sanciones dictadas son acordes a la gravedad de las afirmaciones realizadas, unas veces condenadas y otras, no. Sus señorías se han acostumbrado a maldecir al contrario y los descalificativos forman parte de su vocabulario habitual, en los plenos y en sus comparecencias ante la prensa, a sabiendas de que en el debate político casi todo está permitido. Lo estará ante la ley, pero no por parte de los ciudadanos, cansados de unos representantes en los que los que no se sienten representados cuando se olvidan de que su función es la defensa de los intereses de quienes votan, en lugar de los suyos propios.