En la moderna Arqueología, cuando se estudia un edificio, que es en sí mismo un objeto y un fin arqueológico, existen dos niveles de conocimiento a tener en cuenta antes de nada: el espacio arquitectónico, como continente del arqueológico a investigar, y otro, en el que la relación se invierte; es la arquitectura la que pasa a ser objeto del análisis propiamente dicho. Esto es lo que debiera ser habitual aunque el marco esté dominado por la arqueología historiográfica, es decir, aquella que pretende como fin último demostrar que es cierto lo que afirman las fuentes -los documentos antiguos- sobre el propio monumento en cuestión. Las fuentes, también o quizás más si son árabes, ya no pueden ser el único punto de referencia para el investigador y, en no pocos casos, son muy dudosas. Porque lo que reflejan está condicionado por la ideología, los medios intelectuales y la propia sociología del autor. Y, de modo muy especial, por la personalidad de quien le paga o patrocina su texto. Si es así, el patrono -privado o público- exige e impone. De todo esto puede deducirse fácilmente que las intervenciones arqueológicas en un monumento no pueden limitarse a "documentar" y que utilizar las fuentes escritas como guión, por excavadores de escasa formación cronística, suele llevar a conclusiones equívocas, cuando no falsas. Sólo sirven para causar estupor en los medios eruditos locales, siempre necesitados de noticias a su alcance, y para servir de justificación a los políticos y a sus rémoras, a los que la Arqueología, si llegan a comprenderla, les importa un bledo. Y, por encima de todo, convierten en falsamente científicos los trabajos llamados arqueológicos, previos a las restauraciones. O se sabe lo que se busca o de nada sirve buscar para justificar. Y, menos, siguiendo las indicaciones marcadas por un proyecto de autor iletrado -también en Arqueología-.

Esto, ya lo sé, es una perorata teórica. Pero sin intención moralizante. Eso para otras columnas. Es sólo una reflexión sobre la Alcazaba de Badajoz y sobre otros tantos edificios históricos en los que se interviene como si la frontera de la actividad arqueológica fuera el subsuelo y no alcanzase a la arquitectura. Y la memoria arqueológica previa la hace cualquier "negro" juntando retales -párrafos- esquilmados de acá y de allá.