Llevo mucho tiempo reflexionando sobre lo inútil. El otro día encontré un cubo de Rubik con todos los cuadraditos de un mismo color. Rubik para genios. Las cosas inútiles, las personas inútiles son piedras en el camino, obstáculos que se interponen en el sentido de la marcha con su cansina retahíla y su particular visión del mundo y la vida. Pensamientos como excrementos, herramientas que solo tienen apariencia y no sobreviven a su propio uso. Lo inútil no es efímero porque contiene esa particular química de lo infinito. Me explico: lo inútil permanece, persiste, jamás muere porque cuando está a punto de expirar, se retroalimenta y resurge de sus propias cenizas. Las cosas inútiles nunca se tiran a la basura sino que aguardan escondidas, olvidadas, renegadas por los cajones, en un armario, y de vez en cuando aparecen y de nuevo nos llevan a la pregunta de siempre: ¿por qué no las tiramos la última vez que las encontramos? Las personas inútiles tienen la singular capacidad de esconderse cuando las necesitamos y de aparecer cuando deseamos verlas lejos. Las personas inútiles opinan de todo, saben más que nadie, te consuelan cuando no necesitas consuelo, te dan un consejo sin pedirlo, sonríen contigo y te despellejan con otros. Lo inútil no pasa de moda porque siempre está de moda ser estúpido, creerse mejor que los demás o pensar que con unas alas de cera puedes alcanzar el sol sin que se derritan. Lo inútil seduce a los mediocres por simple, por sencillo y por inocuo y, así, alcanzamos la inutilidad por costumbre, por rutina, porque cualquier otro objetivo puede requerir un esfuerzo que tal vez no estemos dispuestos a pagar. Lo inútil se abre camino entre la demagogia y la simpleza, entre la mentira y la majadería, entre la megalomanía y la picaresca. Lo inútil de las palabras y los hechos se evidencia en el tío al que le preguntas cómo está y va y te lo cuenta, en el que te para por la calle y te dice que quiere arreglar el mundo, en el que piensa que si estás más delgado algo te ocurre y si estás más gordo va y te lo recuerda.

En fin, todo esto para decir que el otro día me encontré a un grupo de turistas escuchando las explicaciones de una guía que intentaba contarles sobre Godoy, a propósito de la estatua que hay en la plaza de Minayo. El caso es que algunos de ellos querían saber qué ponía en la placa a los pies del ilustre. Pero para leer el texto hay que cruzar una rotonda transitada y peligrosa y pisar un jardín con flores.