Ya sé que hoy no es el Día Internacional contra la Violencia de Género. Ni que tampoco se ha celebrado ninguno de esos rimbombantes actos cargados de discursos para condenar esta forma de terrorismo que afecta a la mitad de la población. Ni tan siquiera el motivo de mi columna es porque se haya aprobado una nueva Ley que intente evitar que mujeres sigan siendo asesinadas por sus parejas o ex parejas. Para qué darles tal protagonismo si las leyes que ya están en vigor no se cumplen.

Nada de esos «importantes» momentos que tienen que ver con la violencia que sufren las mujeres, me lleva hoy a escribir esta columna. Ni siquiera voy a buscar la dramática estadística de cuántas han muerto en lo que va de año y si son más o menos que el año pasado o la última década.

No. Hoy sólo quiero escribir sobre el maltrato y la posibilidad real de morir que sufren muchas mujeres por violencia machista, porque una de ellas se debate a esta hora -jueves por la tarde- entre la vida y la muerte en la UCI de un hospital. Su ex pareja y padre de su hijo de tan solo tres años le disparó hasta cinco veces en la puerta del colegio justo después de recogerlo. Según la policía, dos tiros se los dio cuando ya estaba dentro del coche con el niño. Los otros tres, cuando herida intentó huir, para luego rematarla en el suelo. Duele solo imaginárselo. Si Jessica sobrevive será un milagro.

El hombre que cometió tal brutalidad iba a ser juzgado un día después por violencia de género. Ella le denunció una semana antes y el juez dictó una orden de alejamiento que, evidentemente, le fue muy fácil saltarse. Ya estuvo condenado antes. ¡Qué impotencia!

Pero no podemos tirar la toalla. Ni ellas ni el resto. Se lo debemos. La justicia, la política, la sociedad en general estamos obligados a seguir intentando que esta locura termine. Y cada uno sabemos muy bien que más podemos hacer.