Sacas del cajero billetes nuevecitos y te crees alguien y que el dinero existe. Te vas y lo gastas. Quien lo recibe también cree en ello y lo coge avariciosamente, su tesoro, tu tesoro. Y repites el ciclo de sacar y gastar. O pagas con la credicar que es plástico duro pero que guardas como reliquia de oro, objeto de tu fe, símbolo de otros billetes también flamantes. Nunca piensas que el dinero es la cosa más rara que existe. Te lo crees y punto, igual que otros creen en el nirvana o en la condenación eterna. Y, sin embargo, esta crisis de los demonios y sus finanzas reunidas, cada vez se parece más al Monopoly o al juego que tenías en la infancia cuando jugabas a los tenderos y las pesetas eran falsas, con dibujos de imitación. Si se acababan los falsos dineros siempre tenías la opción de inventarte unos nuevos o dibujar en trozos de papel vales por quinientas pesetas o por millones, tanto daba, total, puestos a inventar... Qué divertido era arruinar al hermano mayor --ese gilipollas-- que había empezado el juego adueñándose de la Castellana y en un golpe de azar le arrebatabas hasta Leganitos. Encima podías mostrarte magnánimo por no acabar de golpe la partida y con cara de generosidad le regalabas la Estación de Atocha. No voy a decir que la vida es un pasatiempo porque está muy dicho y además es bastante cursi. Pero sí que muchas cosas parecen puro divertimento, bromitas de jugadores avezados que nos usan como piezas sobre damero. Te conviertes en ficha y, hala, te mueven como quieren. Vaivenes, ficciones y enredos a tu costa y tú a poner cara de peón gilipollas. Y ahora resulta que están jugando contigo al Monopoly. Y como es un juego, no necesitas ni saber de dónde sale tanto dinero que regalan a bancos, ayuntamientos e instituciones varias. Ni verlo. Por eso hace tiempo que dejé de creer en todo, incluido el dinero y el capitalismo que se desvanece ahora y siempre fue un sueño. En todo caso, para la próxima partida me pido ser la banca. Si no, no juego.