Se vislumbran las señales, suavemente: Un pequeño corre al ver a lo lejos a su madre. Enarbola, un papel que agita, y salta, intentando pegarlo a su cara, imposible de descifrar, hasta que se agacha a su altura, le abraza, y alaba los éxitos de ese boletín que llena de orgullo al caballero andante, baby desabrochado al viento, que vuelve a casa con la misión cumplida. Los niños estrenan pistolas de agua. Y pululan por Castelar, como las setas tras la lluvia. Comienzan a desfilar un poco perdidos, como Calimero, con sus gorritas y unas sandalias ligeramente grandes para que les valgan todo el verano. Los abuelos a su lado. Los nervios de los estudiantes, esos cigarros apurados antes de entrar en el examen de selectividad, coinciden con los abanicos que suenan en los bancos de los paseos, haciendo compañía a la tarde, que cae, como la flor minúscula del aligustre . Los periódicos vienen mas finos, pero recogen las recomendaciones de libros, que seguimos como la búsqueda de un tesoro. Mis queridos clientes llegan con las primeras ciruelas y nectarinas a casa. Todos lo celebramos, como el mejor de los regalos, relamiéndonos con la dulzura de su olor que espera ser convertido en mermelada para el invierno. Cuelgo una cortina de trama espesa detrás de la puerta, para que el zaguán este umbrío y las paredes guarden el mismo frescor de cuando me levanto , y abro puertas y ventanas para dejar explorar el mundo al gato. Y se riegan las plantas, y las pilistras brillan despiertas, tiesas sus hojas buscando el aroma del café que ya humea. Llega el cine de verano a la terraza del teatro, a la que nunca podemos ir o porque no hay entradas o porque las películas en lugar de ser nuevas o clásicas, salvo alguna, apenas tienen interés o las hemos visto mil veces; llegan también los conciertos en el patio del museo, tan pocos días, tan difíciles de conseguir esos dichosos pases, como si el arte que ya pagamos con nuestros impuestos requiriese un plus de sacrificio y suerte para ser disfrutado. Las sandías se venden en los cruces de carretera y el aire se hace espeso, lento. Y así, como todos los años, resuena, en el silencio chicharrero de la siesta, el sordo carpetazo del cierre del curso.