El desalojo de Los Colorines será una buena noticia para el alma colectiva. En ese monumento a la estulticia social no merecen vivir ni siquiera quienes diseñaron la operación: los responsables políticos que picaron el anzuelo, los funcionarios que tramitaron el asunto y los urbanistas y arquitectos que diseñaron el bodrio. Seguro que en la memoria del proyecto se hicieron maravillosas elucubraciones sobre la caída del muro de Berlín, la deconstrucción de la vivienda obrera y la convivencia posmoderna en diversidad. Explicarían que la variedad cromática del contenedor expresaba la diversidad étnica y cultural de los futuros (y felices, apostillarían) ocupantes. Y efectivamente hay variedad: hogares con 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 e incluso más personas, a pesar de que ninguna alcanza los 90 metros cuadrados, mientras que en la avenida de Huelva tan sólo ocurre en un 0,5% de los hogares, a pesar de que más de la mitad sobrepasan los 100 metros. Ojalá no se les coja de nuevo, como patata caliente, y se les trasplante en bloque (nunca peor dicho) a otro barrio (siempre humilde, of course). Hay una ocasión única para hilvanar la entrada más degradada de la ciudad reestructurando esa zona y concentrando en ella los grandes equipamientos que algunos quieren acercar al río Caya. Pero la estación del Ave, el centro logístico, el polígono industrial y los espacios liberados de Las Cuestas deberían articularse en un espacio de futuro, en el que todos pueden caber: viviendas humildes y de clases medias, tecnócratas, comerciantes, investigadores ... Ni siquiera hay por qué derruir el mamotreto: podría reconvertirse en espacio para institutos de investigación o micro-empresas de servicios vinculados al polígono industrial. Así lo han hecho, o planeado, otras ciudades con la excusa del Ave. Pero aquí no se planea; a lo sumo se especula (cada cual que le dé el sentido que quiera al término).

*Sociólogo