No cabe la menor duda de que a Badajoz le gustan las murgas, no hay más que comprobarlo en las largas colas que se forman desde la madrugada ante la taquilla del teatro López de Ayala, en el respeto con que el público escucha las actuaciones y la agilidad con que capta los guiños del escenario. Tampoco cabe la menor duda del acrecentado nivel que año a año alcanzan los grupos y la fuerza de las nuevas generaciones.

Pero poco a poco se está desvirtuando la verdadera definición de una murga carnavalera, pues en su actuación se está potenciando la puesta de escena, la decoración, el maquillaje y el sentimiento con que cantan en detrimento --no siempre-- de contenidos más chistosos, graciosos, chispeantes y sobre todo críticos. Es plausible que dediquen meses a confeccionar los elementos del escenario, que contraten a maquilladores y estilistas profesionales y que sus trajes sean dignos de ser expuestos en museos. Pero por definición el objetivo de una murga es provocar la risa, el cachondeo, la sorna en las letras y las canciones cargadas de anécdotas locales, antes que tanto sentimiento en la interpretación y tanta profundidad de contenidos.