He mirado al río. Esta mañana, antes de sentarme a escribir, habían bajado bastante las aguas. Tengo mi propio sistema de medición: las farolas del embarcadero. Ayer por la noche, al ir hacia casa, los mástiles estaban completamente cubiertos, sobresaliendo de las aguas tan solo los globos. Esta mañana el nivel había bajado, y ya se veían --según calculo a ojo de buen cubero-- aproximadamente medio metro de los soportes. Me tranquiliza. Desde la riada le tengo miedo al exceso de lluvia y a las crecidas. Sé que fue un acontecimiento extraordinario, que ya está terminado el encauzamiento de los arroyos que causaron la tragedia, pero lo ocurrido dejó en mí su huella y no puedo evitar que, en ciertos momentos, me persigan los fantasmas.

No soy la única que mira al río. En esta ciudad tenemos nuestras costumbres, rezarle una salve a la Soledad cuando pasamos ante la ermita y mirar al Guadiana cuando baja rápido y desbordado. En estos días, desde que comenzaran los desembalses de los grandes pantanos, se puede ver a muchos pacenses acodados en las barandillas de los puentes, mirando pasar las aguas, comprobando hasta dónde llegan.

Ahora no es como antes. Recuerdo cuando niña, con mi tío abuelo, mirando las casas situadas en las riberas, inundadas. Y mucho más tarde, una noche en Las Moreras, en el límite del cauce desbordado, una conversación entre Manuel Rojas y las familias que debían ser desalojadas pidiendo una solución definitiva. Nunca más, dijo el alcalde. Y en poco tiempo se levantaron para ellos las nuevas viviendas.

Recuerdos que plasmo en un día que ha amanecido espléndido, completamente azul, sin una nube que ensucie el cielo. Hace frío, pero si te pones tras los cristales, el sol te calienta. Casi no puedo creerlo.

Sé que durará poco ya que, para el fin de semana, las previsiones hablan de más agua, pero hasta entonces disfrutaré de lo que la climatología tiene a bien darnos mientras veo surgir de las aguas los mástiles de las farolas del embarcadero.