El domingo pasado un hombre cayó al suelo mortalmente herido por un disparo que recibió en la cabeza. Pasaron los días y el fallecido seguía sin ser identificado en los medios de comunicación. No es que no se conociese al autor o el móvil del asesinato (datos y circunstancias que requieren de una ardua investigación policial), sino que durante días no ha trascendido la identidad de la víctima, que es lo mínimo que puede sustentar un hecho tan lamentable como es la muerte violenta de un ser humano, una vida sin nombre. Nada se ha sabido de él. Durante días no se han hecho públicos ni su nombre ni sus apellidos, ni siquiera sus iniciales, ni su edad, si era de Badajoz, si frecuentaba el lugar donde fue abatido, si alguien lo había echado en falta. Nadie fuera de su círculo -se supone- ha sabido que ha dejado de existir.

Los medios de comunicación pueden entender que haya detalles y cuestiones que no deben trascender mientras continúen las indagaciones tendentes a identificar y localizar al autor o autores de un hecho delictivo de este calibre, de ahí que el juez decrete el secreto de sumario. Pero dar a conocer su nombre o su edad no pueden entorpecer de ningún modo la investigación. Al contrario. Es la mínima información que de alguien debe trascender para que deje de ser un hecho o un suceso y pase a ser tratado como una persona, una vida que se ha truncado trágicamente, independientemente de a qué haya estado dedicada y de los motivos de la inesperada muerte, a todas luces inmerecida.

Ocultando su identidad, sólo se consigue que lo ocurrido sea nombrado por el único dato que ha trascendido: en este caso el lugar donde la víctima fue abatida, Las 800, provocando que un hecho que no deja de ser inusual en una ciudad como Badajoz quede unido al nombre de una barriada, multiplicando la fama inmerecida de un entorno cuyos vecinos luchan a diario por salir adelante como en el resto de los barrios. ¿Ocurriría lo mismo si el asesinato hubiese sucedido en la avenida de Colón o en Sinforiano Madroñero?

Ocultando la identidad del fallecido, el protagonista inmerecido del crimen es la zona donde se produjo el tiroteo, porque nada más se sabe y es así porque alguien ha decidido que estos datos no están acogidos al derecho a la información de la ciudadanía, provocando el efecto contrario al que seguramente se pretende, que es generar un clima de intranquilidad y de inseguridad en el entorno ante la falta de certeza sobre la situación en que se produjo el asesinato y por qué ocurrió allí, si es que el lugar tiene alguna vinculación con el móvil. La seguridad va unida a la información, por mucho que los responsables policiales piensen que la prensa entorpece su función. Cuando sucedió el crimen de Cerro de Reyes, la identificación inmediata de la víctima por parte de los medios de comunicación contribuyó a centrar la información en la persona fallecida y en las circunstancias que rodeaban su muerte por la relación que mantenía con sus asesinos. Como detrás de cada persona y de cada familia, existían historias que desgraciadamente dieron lugar a un trágico desenlace. Tenían vecinos que los conocían y sabían dónde se cerraba el círculo. Si había represalias, sospechaban quién o quiénes podrían verse implicados. La ocultación de datos da lugar a que haya muertos que no protagonicen su propia muerte, que no sean recordados -si lo son- por ellos mismos sino por dónde aparecieron, como el joven el que mataron en Los Colorines o la prostituta cuyo cuerpo apareció en el vertedero. ¿Alguien los recuerda?