TLtos que escribimos en los periódicos, hablamos en las radios y aparecemos en las televisiones nos convertimos sin quererlo en la referencia de las obsesiones de algunos que, no teniendo vida propia con sabor, viven su pobre aventura a través de la perturbación de sentirse agredidos por los que vivimos de verdad y por nuestra manera de pensar y de expresarnos.

Vivir de verdad y, encima, contarlo, es entretenido para la mayoría --si no, no estaríamos donde estamos los que así hacemos-- pero también puede ser una jodienda para esos obsesos que nos odian y, sin embargo, no pueden vivir sin leernos, escucharnos y vernos. Hay que ser neurótico para frecuentar lo que te molesta. Hay que ser maniático para consumir lo que no te gusta. Hay que ser masoquista para dedicar tiempo a lo que te jode. Basta ver en internet la ventana de comentarios de cualquier columnista, articulista o escritor o comentarista de prensa, radio o televisión, para detectar esa caterva de gente cabreada que llena sus días de adrenalina con las palabras del odiado.

No me refiero al lector, al oyente o al televidente que discrepa de ti y te lo hace saber con argumentos y educación. Hablo del obseso que está deseando leer o escuchar una palabra tuya en un medio de comunicación para agarrarse el cabreo diario al que se ha hecho adicto y llenar tu ventana virtual de insultos. La ventaja es que si ladra, cabalgo, con la diferencia de que yo soy el jinete y él, el chucho, y eso no lo puede perdonar el obseso, con la desgracia añadida de que jamás podrá salir a escena bajo la luz de los focos y nadie, por tanto, podrá verlo, ni escucharlo, salvo el pobre testigo de sí mismo, espectador íntimo él de su propia mediocridad. De ahí su doble frustración.

Los que escribimos, hablamos o salimos en los medios realizamos así una labor también de terapia psicológica en beneficio de estos seres que descargan en nosotros sus obsesiones, prejuicios y complejos. En cuarenta años de periodismo tengo obsesos por docenas adictos a lo que digo por mucho que les disguste. Pero ellos también son mis lectores y alguna vez tenía que dedicarles una columna. Son la parte negra --y tonta-- de mi estela, pero dan también la medida de mi éxito.