J ero Lete tuvo un padre taurino. De niño, por mandato del aita, les llevaba bocadillos a los becerristas que pedían una oportunidad a las puertas de la plaza de Vitoria. Ahora Jero anda en lo de aficionar a su nieto. Egoitz se llama. Cuando tenía dos años le compró su primer traje corto. De Sevilla le ha traído un capote hecho a medida. Jero presidió durante años la Blanca. Y no le tembló el criterio ni siquiera aquel día que su hija tuvo que volverse a casa con un ramo de flores que hubiera sido para el Litri de no ser tan cumplidor su padre. Jero ya le ha prometido a su nieto ir a lo de Antonio Bañuelos, los toros que habitan el frío. A la fiesta le hacen falta muchos Jero Lete, tipos de una pieza, sin miedos, que, siendo mucho lo que saben de toros, es más lo que los aman. Y en Olivenza veo pocos padres y pocos abuelos. Peinaran canas, pero no son lo uno ni lo otro si no tienen el valor de compartir con sus hijos, con sus nietos, el tesoro de una tarde toros. Dicho queda.

Por lo demás, contentos. La lluvia, desde que llegaron los Chopera, cae a su hora. En ocasiones, todo sea por equilibrar los pesos, compro dos entradas para mis carnes. Este año, en el caos de la taquilla, casi me las dan separadas. Por lo demás, bien.

Con mi lindero de localidad charlo, entre otras cosas, del equipo médico. Del ya ausente de entre nosotros, aquel mocetón alegre que era Juan Luis Hernández de la Rosa, de Luis Carlos Franco, el genio tranquilo y del entrañable Isaac Ambel, tío de toreros de oro y de plata. Les cuento esto porque merece contarse. No digo el nombre, pero lo tiene y con él firma: «Yo le debo la vida al Doctor Ambel». Mi padre era médico, una profesión complicada, de esas que se van a dormir contigo. Así que me conmovió oír la sinceridad y la admiración con que se pronunciaron tales palabras. «Yo le debo la vida al Doctor Ambel». Sea.

Me llega un mensaje al móvil. Me lo anunciaron y ahora cumplen. La Filarmónica de Olivenza tiene la gentileza de dedicarme uno de sus pasodobles. Me han brindado toros, pero esto tiene tela. Un pasodoble solemne y entero, el Ragón Falez del Maestro Cebrián. Sonó en la faena de Ginés Marín a su primero. Gracias Juanma González Antúnez, gracias también al director y a todos los componentes de la Filarmónica oliventina. Sonó como un cañonazo y me lo llevo muy adentro.

Con los acordes de Ragón Falez aún en los oídos y en la retina la faena de Garrido a su segundo, un toro de genio sucio, tiro para el Mayla. Allí, al faltar Maxi, pregunto por él y me dan la triste notica del fallecimiento de su madre. La vida y la muerte; ayer un natalicio, hoy una despedida. Lo siento, Maxi. Como el toro, entre la vida y la muerte.

¿El resto? Uno que se cuela, otro que pontifica y un huracán peruano que sopló, pero a medio pulmón.

Así me ha ido la feria. Bernard, al final, consiguió el Marca y, de paso, que se lo firmara Diego Urdiales. María Ortíz, tras preguntarle a Vara, que también las usa, compró las sartenes de marras. De la concejala de Cuenca no he vuelto a saber. La tropa babazorra, tras darse un homenaje en Galaxia, está de ya camino a Vitoria. Para la Filarmónica mi gratitud y para le gente de Olivenza la promesa de volver. Olivenza, capital del toro. Año XXVII. Día cuatro. Se acabó.