Las calles estaban vacías y los bares llenos. Frío fuera y calor dentro. Siguiendo los primeros minutos del partido en la radio, recorrí varios puntos de Badajoz. A través de las ventanas se veían cuerpos apiñados, camareros tirando cervezas y grandes pantallas de televisión. En el exterior reinaba la calma. Seguí en el coche por la ciudad casi desierta. En uno de los puentes me distraje con la hermosa visión de las luces reflejadas en el río. Volví la atención al partido. El ritmo narrativo se aceleró y la voz subió de tono. Gol del Barça. Ya cerca de casa decidí sumarme a la fiesta. No había ni un hueco donde aparcar. Provisionalmente, y hasta que acabara el partido, dejé el coche ante un grupo de contenedores de basura. Empujé la puerta de un bar. Dos pantallas encaradas. Los del Madrid miraban hacia un lado, los del Barcelona hacia el otro. Un matrimonio amigo se daba la espalda y comentaban las jugadas por encima del hombro. El acusaba a Ronaldo de chulo, ella culpaba a Guardiola por provocador. Y entre jugada y jugada, reflexionábamos sobre la vida, el futuro, el trabajo, los hijos y, claro está, la crisis. Las cañas eran las reinas de la barra, pero las consumiciones se animaron en la segunda parte. Comenzaron a salir raciones. Debían ser barcelonistas los que, llevados por la euforia, aflojaban el monedero. Entre los aficionados blancos comenzaron a verse algunos claros después del tercer gol, mientras en el otro lado se apiñaban los seguidores blaugranas. Cuatro, cinco. Con los goles resonando en la cabeza, me acosté.

No sé que hora sería cuando llamaron a casa. Un buen vecino me avisó. Los operarios del camión de la basura iban a llamar a la grúa. Bajé en pijama y con abrigo. Caro pudo salirme el partido. El disgusto no lo hubiera compensado ni la alegría de la manita, por mucho que yo sea culé.