Mi padre no quería saber nada de viajes en los que tuviera que coger un avión. Pensaba que su descanso no podía depender de pilotos y controladores que siempre aprovechaban el periodo de vacaciones para iniciar una huelga. No dudaba de sus razones, pero prefería hacer otras combinaciones que obviaran los aeropuertos.

Tenía razón. Cuando no es una cosa es otra. Yo tampoco dudo de sus motivos, incluso es posible que en el fondo la razón les asista pero, como mi padre, pienso que miles de personas con sus viajes programados, con las combinaciones de vuelos establecidas, hoteles pagados o familiares esperando, no pueden quedarse atrapados porque unos señores decidan presionar a su empresa siempre a costa de los mismos.

El verano pasado me arriesgué ya que no veía nubarrones en el horizonte, pero este, entre la mayor sensación de crisis y el malestar de los controladores que hacía prever problemas en este mes de julio, decidí no salir de España, de lo que yo entiendo como España, y opté por el Pirineo de Cataluña. En la Molina, con temperatura de veintitantos grados, pienso en los que están a la espera de que salgan sus vuelos, pendientes de la evolución de la epidemia que mantiene en cama a los controladores, rezando para que mejoren los enfermos y para que el padecimiento no se extienda.

El remedio para el mal que les aqueja no depende de investigaciones médicas, sino de conversaciones en salas de negociación con Aena. El origen de la dolencia se encuentra en la rebaja de los imponentes sueldos que cobraban y en el cambio en la regulación de sus trabajos. Debe de ser difícil acostumbrarse a lo menos cuando se vivía con desmesura. Dicen los representantes sindicales que Aena les hace trabajar entre ciento ochenta y doscientas horas al mes. Si es así, tienen razón en quejarse, es demasiado. Lo malo es que, como siempre, dan una patada a la empresa, al Gobierno, o a quien sea, en el trasero de los de siempre: los ciudadanos de a pie que quieren disfrutar de su descanso. Mi padre siempre puso el suyo a resguardo.