La gente avanza por los pasillos automáticos. Parecen perder la calma, el alma, con la tarjeta de embarque entre los dientes. Otros, en los bancos, derrumbados, son un dibujo abstracto: Las cabezas, gachas sobre una pantalla, encajan convirtiéndose en una. Resuenan likes como disparos. Un hombre teclea indiscriminadamente. No hay tiempo para leer ni pensar, solo martillea emoticonos sonrientes. Él no sonríe. En fila esperan su vuelo. Oigo enumerar los viajes que han ido tachando de la lista de pendientes. Los destinos ya usados. Los incluidos en la lista de deseos. La decepción porque aquella oferta se les escapó. La frustración porque les faltó un día para ir al concierto imprescindible. Huyen o buscan. Esa patraña de la felicidad que nos han vendido el cine y la literatura, el maná. El último tren. La juventud es eterna y la vejez no existe. Hay que probar y bebérselo todo. Llenar espacios y tiempos. Ver mundo. Sin ver. Ciegos, sin ser conscientes que la paz es El Dorado. Y que, esquiva, es difícil de encontrar en los aeropuertos porque suele ahuyentarla el bullicio. Pero tampoco se instala, con vocación elitista, junto a quienes debaten cómo abandonar las zonas de confort, sobre mándalas, chacras, y maneras alternativas de leer salmos recitados y recetados por el gurú de turno. Diferentes formas del mismo artificio. La paz es una casa sencilla, sin valor aparente, como la pelusa que crece en el forro de los bolsillos. Imperceptible. No hay que correr en su busca, cruzar océanos o desiertos, hacer colas, ni buscar amistades virtuales o semipresenciales. Las que se sustentan en las redes, en compulsivos whasapps o en un puñado de encuentros contados con los dedos de las manos. Esas no decepcionan nunca, todo lo llenan, deslumbran como el oro, y no admiten comparación con quien está a su lado y es real, porque ya no es nuevo, ya no es emocionante, ya no vale. Desechar. Seguir buscando. Movidos por el engranaje de la insatisfacción, sin sospechar siquiera que El Dorado esta aquí, ha vivido siempre dentro, está en nuestras manos, solo que, ensimismados con el exterior o en mirarnos el ombligo, no hemos sabido reconocerlo.