En otra calle, en otra ciudad yo era otro”, pero era la Baixa, la Praça do Comercio, Lisboa, y él era efectivamente otro, otros: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos… «Con una falta tal de gente con la que coexistir ¿qué puede un hombre hacer, sino inventar sus amigos, o sus compañeros de espíritu?», así que escribía conversándose, doblado sobre el mármol del Martinho do Arcada, incluso sobre el envés de una póliza de un paquebote con destino a Bristol, apretando la letra, forzando la estilográfica que respondía, sin embargo, alegre, imaginativa a la tercera copa del día. Pertrechado bajo la gabardina, y su cigarro, su compadre le sigue hincado en su sombra y al alimón diseñan un nuevo poema, porque en verso es más fácil otrearse. Caminan hasta llegar juntos a la tertulia del Café Aurea Peninsular. Humo, bsenta, lecturas relamidas de poetas menores, el murmullo tristón, resignado con que se acoge cada comentario sobre ultramar, sobre ese gran Portugal perdido. Vuelve a casa más extraño, vacío. Y lleno. Descarga, sin descanso, escribe. Recorre el pasillo con sus alter-egos: traductores, escritores de cuentos, críticos ingleses, un astrólogo, un filósofo, un fraile y un noble suicida, como si anduviera con ellos charlando animadamente por un boulevard parisino. Las lentes en la mano, para poder atusarse los ojos, el sueño, y deleitarse, concentrado, en la búsqueda de la palabra, que halla mirándoles agradecido. Clarea, abre el balcón y aspira a su amada, Lisboa. Guarda sus manuscritos en un arcón. Era otro quizá quien se ponía el sombrero de fieltro, el lazo decaído, el traje negro para acudir cada mañana a «Empresa Ibis, Tipografía Editora, Oficinas a Vapor», y el que traducía, mecánico, los folletos de las compañías navieras. Pero fue Fernando Antonio Nogueira Pessoa el que, un 30 de noviembre, en el Hospital de S. Luiz dos Franceses, manoteaba miope, asustado, y llamando a gritos a sus heterónimos, tantos que en sí alojó, que acabaron restallándole las costuras, del mismo modo que el aguardiente le había corroído el hígado. Le dejaron solo, y solo garabateó sus últimos versos: No sé lo que traerá el mañana.