A los presidentes los encuentras por todas partes, incluso sin saber que lo son. Vas, comentas el hedor del descansillo con la vecina de escalera y en esto se abre el ascensor y sale un señor oscuro tal vez un poco maloliente, como los alrededores. En aspaviento, la vecina te susurra que es el presidente y te hace señas para que pares de criticar. ¡Ah, ya!, respondes, y te callas, porque nunca se sabe hasta dónde llega un presidente con sus poderes. Deben de ser cargos importantísimos, porque florecen en todos los rincones de nuestra cada vez más compleja --lleva camino de perfeccionarse aún más-- organización social y presiden cualquier estamento o escala, ya pertenezca al ámbito privado o al público. En teoría, ese señor o señora ostenta la representación del grupo y cuando habla lo hace como si lo hicieras tú mismo, perteneciente al grupo en cuestión. Sin embargo les tengo cierto recelo, será porque todavía no he encontrado al que diga lo que yo diría o haga lo que yo haría. Lo normal es que tengan bastante cara --aunque salgan bastante caros-- y el trabajo lo deriven a directores, comisiones, consejeros o ministros, tanto da. Si sale la tarea bien, asoman sonriendo en las portadas, y si no, pues no salen y ya está. Ahora, sobre todo en las cosas gordas, resulta que a los presidentes los elige un consenso, o sea, un enjuague o chanchullo del que se beneficiará vete tú a saber quién, pero siempre otros. Y ponen a presidir a cualquier tío --o tía-- rarito y desconocido, que bien podría salir del ascensor como si tal cosa y tú sin identificarlo. A ver si pasa por tu escalera el tal Herman Van Rompuy justo cuando comentas lo mal que cocinan la paella en la Grand Place y te la cargas por mal europeo. No obstante, confío en que entre el presidente de la asociación de vecinos del casco antiguo, el de empresarios del mismo y el de comerciantes de la calle Menacho y adyacentes consigan el no derribo del cubo. Por favor, que no tengan que intervenir Herman u Oliart .