TDte lunes a viernes trabajaba en una empresa. Complementaba con horas extras y tareas tipo compro y vendo, arreglo aquí o ayudo allá. Su cónyuge hacía horario completo y así juntaban para hipoteca, dos coches medianos --el de ella de segunda mano pero apañadísimo-- apartamento en la playa y curso de inglés en Irlanda para el chico, quien, por cierto, disfrutaba de un ciclomotor para cubrir distancias entre instituto y botellón. Sabía perfectamente que de cada bien consumido o cada servicio empleado --compra en Carrefour, carburante, tabaco que continuaba fumando, comida de domingo en la venta, cortinas o lavadora nueva-- una proporción variable aunque siempre alta iba para impuestos. En las nóminas mensuales quedaba claro cuánto de su salario y del de su cónyuge eran retenciones --siempre mucho--. Disfrutaba de la vida y en vacaciones visitaban algún bonito lugar estilo circuito Praga-Viena. Era ciudadano ejemplar que votaba a los ganadores y le parecía estupenda cualquier mejora hecha en las aceras de su ciudad o en las carreteras que transitaba a veces. Nunca rechistó de los impuestos, al contrario, defendía ardientemente a las instituciones y a todos los políticos que velaban por su bien común. Un día, empezaron a disminuir los ingresos: nada de trabajillos extra, media jornada para su cónyuge. Malvendieron el apartamento pero la penuria avanzaba en su vida mientras cada vez asomaban a las noticias más enriquecimientos ajenos casi siempre de esos políticos otrora admirados o de gentes próximas, otrora veneradas. Al parecer mucho del dinero llegaba desde las arcas públicas, precisamente de sus nunca rechistados impuestos. Entonces le llegó por carta un requerimiento de la Junta que le hacía pagar un dineral por una transmisión hecha años atrás --adquirió un terrenito--. Acudió a la ventanilla, esperó a que volviera del café el jefe de negociado y, allí mismo le hizo tragar el documento previamente arrugado. Luego todo lo pedía sin factura y no volvió a votar.