Hay quienes dicen que «van a Badajoz», cuando atraviesan la ciudad hasta llegar al centro. Y sin embargo esa distancia no separa, es solo fruto de una cierta pereza arraigada, como esa molicie que nos ata al sofá, a una película antigua, las tardes lluviosas de domingo. Somos uno, pero hacemos como que vivimos separados, un poco como Sartre y Simone de Beauvoir. Es una costumbre ir a comer a Portugal, merendar café con pasteis de nata o tomar una Sagres bien fría con caracois en las noches de verano. Apenas unos kilómetros que se recorren como un ritual. La desaparición del papeleo, de los perennes civiles y los guardinhas, de las colas en la última gasolinera, del siseo para cambiar mejor los escudos, de los paquetes de café camuflados en el maletero… nos acercó de forma imperceptible, como si el puente del río Caya lo hubieran volado y la distancia que mediaba se acortara. Se borró la frontera con una goma de nata Millán, dejando solo su aroma. Desapareció con ella la voracidad en las compras, los autobuses aparcados que engullían toneladas de toallas. Adoptamos entonces, sin darnos cuenta, un ritmo menos ruidoso, nos movíamos por sus calles más pausados, encajando el paso, cuidadoso, a los adoquines. Lo que antes nos parecía una exasperante demora en traer la cuenta, mutó en el ansiolítico disfrute de las sobremesas. Un momento zen para conversar delante de una bica y un Beirao, como parte de un proceso, despacioso, de incorporarnos los unos a los otros. Un casi nuestro sin dejar de ser ellos. Por eso este sábado de luna llena celebramos juntos, sin importar de donde veníamos, el aniversario de Elvas como patrimonio mundial. Se levantó un viento fresco que aireaba las partituras de los músicos, apurados. Levantaba las faldas y erizaba la piel, buscando cobijo en las chaquetas de los acompañantes. Hasta que la música abrió las nubes al ritmo de los fuegos de artificio. Iluminándonos. Creando un cielo protector. Una gran cúpula que lo cobijaba todo, la Praça da Republica, las murallas, los sembrados, las casas, la autopista, sin pararse en divisiones invisibles, llevando su luz más allá de la frontera.