El lenguaje ha abandonado la retórica de los clásicos y se ha instalado en la "retórica artificiosa" de lo que el sociólogo Amando de Miguel llama "analfabetos funcionales pero locuaces", perteneciendo, por méritos propios, a esta categoría, el lenguaje del politiqués y el de tertulianés que, asimismo, ha calado profundamente en quienes tienen en los medios de comunicación su principal suministrador de palabras e ideas y gustan de ofrecerse como pregoneros de mensajes ajenos. Escribe de Miguel en su libro Hablando pronto y mal que "es un género tedioso pero influyente. Ese discurso no busca razonar ni convencer; pretende solo dar titulares a la prensa".

Pienso en las palabras, en el lenguaje y en los titulares en estos días del dicho lo cual, como no puede ser de otra manera, estamos en el buen camino, el sesquipedalismo, los argumentarios a tutiplén y el espontáneo comodín. En esa envoltura que, desde la intelectualidad o la escuela primaria, desde los periódicos o las redes sociales, desde la estrategia de los partidos o la osadía ciudadana, casi siempre convencida de estar en posesión de la verdad y del sentido común, nos presenta una realidad que no por objetiva deja de estar manipulada. Así, en el turno ciudadano del pleno municipal, un vecino, tembloroso y cargado de folios que lee con dificultad, cita palabras como cohecho, inviolabilidad, relatoría o conceptos como el cuerpo de la noticia, que hace dudar, inevitablemente, que sea el autor de semejante perorata. La condena a la exalcaldesa de Plasencia por fraude y prevaricación se convierte, en el ámbito de sus correligionarios, en exaltación a la amistad y se desliga, obviamente, de la palabra corrupción, porque no se ha llevado dinero a casa. Un puñado de vecinos de Badajoz se reúne para regar las palmeras y limpiar el inacabado jardín del inacabado parquin de Conquistadores, portando una pancarta donde se lee: "La plaza de la vergüenza", sin diferenciar si la vergüenza es de la Administración o del promotor.

El problema de las palabras es que tienen consecuencias. Las intervenciones vecinales, las condenas judiciales y las obras por terminar no pueden esconder fines partidistas porque tras de sí tienen el inmoral uso de terceras personas, el inapropiado mirar para otro lado cuando la Justicia te señala con el dedo y el peligro de un edificio sin las oportunas licencias de apertura que, después de un no deseado accidente, causaría el sonrojo y la vergüenza de todos, incluidos aquellos empeñados en que el parquin se abra a toda costa.