La última vez que atravesaron Sevilla, a su hijo le llamó la atención, además del color marrón del agua, que en todo el ancho del Guadalquivir, de orilla a orilla, no hubiese rastro alguno de camalote. Acostumbrado como está a cruzar el Guadiana a diario por el puente Real o a pasear por el parque de la margen derecha y apreciar las masas de hojas verdes anidadas en la superficie, entre las que no sabe distinguir si son de camalote o nenúfar mexicano, para este niño la imagen del río con una capa verde forma parte de la normalidad.

Desafortunadamente, el manto verde se ha convertido en una imagen habitual del Guadiana a su paso por Badajoz cuando llega el buen tiempo. Las plantas invasoras forman parte de nuestro panorama natural local, aunque su presencia suponga un serio peligro para el ecosistema autóctono y puede que incluso a corto plazo para la economía. Muchas voces se alzan en las redes sociales contra esta colonización y comparten fotos de sus paseos cercanos a la orilla que dan fe del poder invasor de estas plantas. El camalote apareció por estos lares hace nada más y nada menos que 13 años ya, en el 2004, y contra él parece que no existe una solución definitiva que lo aniquile. Sólo se puede aspirar a controlar su crecimiento. La sensación que tiene la ciudadanía es que las administraciones no están dando la respuesta que se espera de ellas, al menos es lo que se aprecia en los escasos resultados que se obtienen. Un amigo fotógrafo, ante la proliferación de camalote en Mérida, llegó a vaticinar que pronto al abrir el grifo en casa saldría esta planta verde en lugar de agua. No es difícil imaginar que se pueda llegar a ese extremo.

Hasta ahora se había hablado de los perjuicios ecológicos de la plaga, de las consecuencias para las canalizaciones de riego, del problema que supondría que traspase la frontera. Siempre en términos de atentado contra el medio natural. Los deportistas que pueblan el río también han sufrido en sus prácticas la presencia de esta vegetación que dificulta sus entrenamientos, tanto piragüistas como nadadores en aguas abiertas, además de los pescadores. Pero nada se había mencionado de que se pusiesen en riesgo vidas humanas.

Esta semana nos lo hemos planteado. Una mujer se precipitó al río desde el puente de la Universidad. Rápidamente los policías que recibieron el aviso y que estaban más cerca del lugar del suceso decidieron lanzarse al río. Se movían a ciegas, guiados por las referencias que les daba la gente y los compañeros apostados en la parte superior del puente, porque tanto la vegetación salvaje de la orilla en la margen izquierda como la abundante presencia de nenúfar entre los pilotes impedían ver a la víctima. No pudieron hacerlo hasta alcanzar el segundo ojo. La vida de una mujer estaba en juego y ellos sumaron otras tres más al tablero. La suciedad verde del río complicó las tareas de rescate. Si la víctima se hubiese hundido, habría sido difícil encontrarla. Una consecuencia más de un problema que en lugar de enmendarse crece día a día. Los ciudadanos tienen la sensación de que no se hace todo lo que se puede, que las medidas que se adoptan son pequeños parches que no atajan la situación en conjunto o son de carácter experimental, sin medir las consecuencias. No es cuestión de dilucidar qué administración es la responsable, sino de que quienes tienen en su mano dotar los medios para luchar contra estas plagas se tomen en serio esta tarea y diseñen un plan contundente para atajar esta invasión y evitar que algún día el color verde adquiera tintes trágicos.