Rabat. Hay un parque cerca. Con una gran jacaranda. Y en el parque un café, donde sestean los gatos. Sobre las alfombras, mujeres que han hecho de la espera su carácter. Son rocas que dejan que el tiempo, el viento cargado de arena de su desierto, como el destino, pase, pese, sobre ellas. Modelando sus caras. Preguntan por mi familia, por mi salud, sorprendidas de que sea yo la que quiero saber. De ellas. Mujeres en torno al té que hierve y endulza la tarde. Maduras, viejas, otras casi niñas. La sonrisa abierta como sus casas. Más de veinticinco, tumbadas, recostadas unas contra las otras, envueltas en metros de algodón colorido que contrasta con mi severo vestido negro de trabajo. Me cubro, en señal de respeto, y ésta es la señal que esperan para ir desgranando historias. La misma. Diferentes matices de vidas desbordadas de sufrimiento. Hablan sobre sus hombres: padres, esposos, hermanos. Sobre todo les duelen los hijos. La incertidumbre y el miedo de no saber dónde estaban y cómo, cuándo fueron detenidos, el desgarro de la primera visita en prisión, la preocupación de la enfermedad allí dentro. La impotencia, su ausencia. Una habla de cómo nadie le dijo a su suegro que su hijo estaba en la cárcel. El anciano preguntaba cada día por él. Le explicaban que trabajaba lejos. No salía de una habitación donde permanecía, esperándole. Los meses pasaron y alguien decidió contarle la verdad. No dijo nada. Murió por la mañana.

Tiembla al revivirlo. La hija, también en la sala, se tapa la boca. Se miran. Y lloran. Lloran las demás, sintiéndolas. La noche ha caído y entran niños que, sin interrumpir, solo comprueban que sus madres siguen allí. El olor a guiso se mezcla con el del calor. El agotamiento y la tensión parecen a punto de hacerme doblegar el entendimiento, y sin embargo ellas siguen atentas, esperando una pregunta que les haga, como una espita, abrir la boca y el alma, soltando a bocajarro, con un disparo certero, que nadie conseguirá moverlas, doblegarlas, que permanecerán esperándoles, fuertes, como una roca.