El periodista de El País, Juan Cruz, titulaba un artículo: Manual de conversación para ciudadanos tristes. Su tesis: vivimos en un mundo de ideas fijas, de coros, un mundo estancado, donde no queremos escuchar lo distinto, donde “se sigue en Twitter o en las otras numerosísimas redes sociales a quienes dicen lo que queremos leer o escuchar, y se machaca al disidente”.

Es lamentable lo que está pasando: o huimos del conflicto, de la pelea, autoimponiéndonos el silencio o la censura o entramos en el debate, que es la guerra. No hay término medio. El griterío, la intolerancia, la soberbia y el autoritarismo se han amplificado de tal manera en las redes sociales o en algunos medios de comunicación, que la vida real empieza a nutrirse ya de estas conductas. Cruz afirma que empezamos a ser todos iguales. Yo mismo, con casi 600 bloqueados ya en Facebook, me asusto porque el bloqueo lo hago hasta por aproximación: si no me gusta lo que escribes, lo que opinas, no que me lleves la contraria, que ya es conflictivo, si no me gusta, repito, te bloqueo. El 34% de las personas se siente incómoda para expresar su opinión. Hace tres años solo era el 19%. Se han perdido los espacios para discusiones respetuosas entre oponentes porque el parlamento es una batalla partidista y la tele una pasarela de imposturas. O aprendemos a vivir con el conflicto sin que eso nos enrabiete o nos abandonamos al silencio, pero cada vez va estando más claro que la decisión consiste en si queremos ser felices o tener razón. Dicen algunos expertos que la clave está en gestionar las emociones.

Las nuestras. Rebeca Yanke ha escrito un reportaje en El Mundo titulado La España de ‘Sálvame’: por qué no sabemos discutir, donde apunta a esa dicotomía crucial: ¿queremos ser felices o entender al otro? Asimismo, nos recuerda programas como Al rojo vivo, El Chiringuito o Sálvame, donde el griterío, la imposición de las ideas propia, la verdad en almoneda y la discusión convertida en guerra son el espectáculo para atraer a correligionarios y no para organizar el intercambio respetuoso de ideas. Sálvame, por ejemplo, es el reflejo de una sociedad empobrecida por el virus del conflicto como elemento predominante y aniquilador de cualquier conducta social que propicie la convivencia. La mesa camilla de Sálvame dice más de nuestra sociedad que el sistema educativo. Y eso no debería ser bueno.