Antes de que el Corte Inglés ilumine su fachada, las bombillas de colores tachonen las calles, y el cono frente a la Catedral reúna a su alrededor a niños y mayores, antes de toda esa explosión de luz, la primera referencia a la cercanía de la Navidad nos llega en forma de spots a través de la televisión. Casi cada cinco minutos cortan la película para convencernos de que compremos mil y un perfumes. Todas las grandes marcas, y otras nuevas que se añaden cada año, pretenden conquistarnos entre gemidos intuidos, palabras en francés susurradas y paisajes apenas vislumbrados. Mujeres aniñadas, sofisticadas, sensuales, suaves o agresivas. Hombres de miradas penetrantes, posesivas, dulces o dominantes.

Historias esbozadas, resaltadas en el más seductor de los instantes; irrealidad expuesta para que soñemos, para atraparnos, para que se nos abra el deseo de ser también mujeres y hombres dulces o dominantes y siempre sensuales. Uno detrás de otro. Rutilantes trajes de fiesta, masculinos torsos desnudos. Poco importa que nuestra pituitaria nunca se haya deleitado con las esencias que se nos ofrecen tan sabiamente envueltas en frascos hermosos e imágenes turbadoras. Lo único que interesa a los diseñadores de estas campañas navideñas es que deseemos gemir o provocar gemidos, vivir las intuidas historias, absorber a través de la piel la emoción del instante seductor.

Acaba el tiempo para la publicidad. La película al fin termina. Bostezando y a trompicones vamos a la cama. Después de tantas noches viendo los anuncios --desde antes de la iluminación de la fachada, el encendido de las bombillas y la colocación del cono bordado de luces-- las marcas de los perfumes forman ya parte de nuestro inconsciente. Mujeres bellas y hombres hermosos se nos aparecen cuando cerramos los ojos.

Ya se nos ha metido dentro. El objetivo se ha cumplido.