La vida comenzaba de nuevo con el verano», decía Fitzgerald. Cuántos relatos y poemas rimaron la piel salada de los amantes con la pasión que, en el primer encuentro, se abre paso. También a través de las pupilas. Dilatadas, al menos hasta septiembre. En las películas, las palabras bajaban el tono hasta convertirse en intuición, en ensueño de amor sobre la arena difuminando, con los rojos del atardecer, las siluetas de las parejas al ritmo de un jazz susurrante. El cine definió la estación confeccionando con sus historias nuestra memoria, el mismo equipaje de mano de cada año: El beso tórrido en la orilla en De aquí a la eternidad, una Marilyn que adoraba el verano con aire acondicionado y hombres casados en La tentación vive arriba; el vestido abierto al aire de la noche de Meryl Streep en Los puentes de Madison, el calor y el alcohol de La noche de la Iguana, de Un tranvía llamado deseo, la ropa mojada de Anita Ekberg... También las canciones de verano despiertan, avivan la sed, liberan nuestros pies que danzan olvidando el pudor del invierno. Ritmos brillantes como la espalda sobre la que se extiende aceite de coco o Coppertone. Nos transportan en una Volkswagen a California, o en un descapotable, con pañuelo de seda, gafas de sol y carmín en los labios a la Costa Azul, hasta llegar a otras vacaciones en Roma. Pero este tiempo también es de siesta. Las de las alcobas cerradas donde, a tientas, se busca reposo. Un silencio espeso que lo cubra todo y desnude los gestos. Las persianas bajadas dibujan mínimas rendijas blancas, como marcas de bañador en los cuerpos, indolentes. Que se estremecen de puro gusto al sentir las sábanas frescas. Escalofríos sin arrugas aún. Los músculos se distienden, húmedos. Buscan la postura. La escuchan. Se escuchan. El ventilador de techo arrulla el pulso y el placer de ir lentamente abandonándose. Para después por fin dormitar, y luego, lánguidos y perezosos, no hacer más que jugar, traspasando fronteras. Jugar, jugar y seguir soñando hasta el final del verano.