Por las mañanas, muy a primera hora, veo a las trabajadoras del servicio de limpieza barriendo las calles. Multitud de colillas son arrastradas hasta el recogedor y de allí a los cubos. Es la recolecta de lo que los fumadores hemos ido tirando el día anterior. En todas partes la cosecha es abundante. Somos un desastre. Incluso quienes no tiraríamos un papel al suelo, lanzamos la colilla sin el más mínimo rubor. Avergonzada he metido en la mochila un cenicero de bolsillo que tengo en casa. Luego quise saber qué se había escrito sobre esto. En internet encontré múltiples referencias, la más reciente, de esta misma semana, proviene de Bilbao. El ayuntamiento va a regalar veinte mil ceniceros portátiles para frenar la presencia de colillas en la calle. Por lo visto esta medida sólo se ha puesto en marcha en París. La intención es buena, pero no creo que sea efectiva, o quizás sí. Quizás a fuerza de ver los ceniceros comprados con el dinero público, llegáramos a concienciarnos o, al menos, a sentir vergüenza y algún día, cuando iniciáramos el mecánico gesto de la mano, lo pararíamos en seco. Pero hace falta tiempo. De momento, las limpiadoras seguirán recolectando la cosecha que hemos ido sembrando.

Somos animales de costumbre y cuesta reeducarnos. Si nos empeñamos en tirarlas, las tiraremos. Basta con echar un vistazo a la mayoría de los bares. Los ceniceros vacíos y las colillas en el suelo.

Comento el tema con el dueño de una cafetería. Es poco optimista. Son muchos años de oficio y la costumbre se hizo ley hace demasiado tiempo. Mientras señala el sitio donde ha estado un cliente que acaba de marcharse, me dice que no tenemos remedio, que somos unos guarros, que si pusiéramos algo de nuestra parte no haría falta contratar a una empresa para que limpie lo que ensuciamos.

Con la vista sigo su brazo. En el suelo hay colillas, servilletas y pellejos de embutidos. Encima de la barra el plato y el cenicero están vacíos.