Se llama Antonia . Es viuda y sus hijos son independientes. Hablé con ella y nos hicieron una foto. Se la ve ilusionada. Sonríe, descubriendo unos dientes desiguales, productos de una época y de toda una vida en la que se acumularon las circunstancias. Tiene el pelo claro, pero en sus facciones se adivina que nació morena y que ha llegado a la edad en la que, como dice mi cuñado, todas las mujeres somos rubias.

Nació en un pueblo de la baja Extremadura. Allí conoció los números y las letras. Le gustaba aprender y leer los libros que caían en sus manos. Era rápida y espabilada con las cuentas, que no había quien la engañara y por eso su madre siempre la mandaba a los recados en los que había perras de por medio. Soñaba con ser maestra, pero fue eso, un sueño.

Apenas con doce años hubo de dejar la escuela y ayudar a la familia, primero con los animales y después en una casa, en la capital, sirviendo.

Antonia conoció a su marido. Llegaron los hijos, tres me cuenta. Emigraron y volvieron con lo suficiente para comprar una casa y abrir un bar en el barrio. Antonia llevaba las cuentas.

Ya sola, cerca de los setenta, quiso seguir estudiando. Fue su oportunidad la Universidad de los Mayores. Ahora está feliz.

Es un bonito final. Me gustaría que fuera así, como lo he contado, pero no es cierto.

Es verdad que conozco a una mujer que sonríe en una foto, y que la edad la ha vuelto rubia y que tiene los dientes desiguales y que vino del pueblo, pero no se llama Antonia. Es viuda, pero no todos los hijos se han marchado. La pensión apenas da para mantenerlos. Es verdad que a ella le gustaba la escuela y leer, y que era lista con las cuentas y que no pudo ser maestra. Pero no es cierto que quiera ir a la Universidad para seguir aprendiendo. Dice que ahora no tiene fuerzas.

Quizás otro año. Seguro que otro año comienza a cumplir su sueño.