Los viajeros desembarcan en el puerto con los ojos llenos de búsqueda. Y con la decepción de no encontrar el verano que les prometió su imaginario o al menos una primavera. Una floración precoz para templar la gélida rutina que, como una catarata, nubla sus sentidos. Por eso compiten con los gatos para cazar los rayos de sol, inmóviles. Reteniéndolos. A las puertas de los cafés se relamen los bigotes diseccionando sardinas plateadas, y ellos, cordero a la miel, tajine de mero con limón confitado y cilantro y hojaldres de pistacho. Los párpados tiemblan, el gesto concentrado, aspirando la huella que los pomos de cristal dejan en sus muñecas, la esencia del alhelí, de la flor de azahar, de la rosa y el nardo. Su silueta abismada al Mediterráneo, azul, limpia las retinas de puro blanco. Dejando en evidencia el título que Tanner escogió para Lisboa. Los dedos se enredan entre los flecos de las alfombras, palpan el calor mullido que albergan sus nudos, acarician la seda de los velos y el cuero repujado de los bolsos. Los sueltan. Interrumpen la compra. Detienen el tenedor ante la boca, abierta. Vuelven la cabeza buscando el origen. Y cada una de las veces que el imán llama al rezo, sobrecogidos, escuchan. Los miro. Inmunes , porque están imbuidos de su papel de espectadores. Los escucho. Interrogándoles en silencio. Imaginando tras sus gestos los verdaderos tesoros que anhelaban descubrir. Qué les empujó a emprender el viaje: La ausencia que barruntaban en su alcoba, vestida, quizá, con demasiadas capas de invierno. La insatisfacción de cada mediodía al regresar a casa de la oficina. La misma oficina. La misma casa. Idéntico mediodía. O pudiera ser la curiosidad. Esa segunda piel, que, innata, crece con nosotros y mudamos, como las serpientes, cuando las condiciones nos son adversas. Las calles se convierten en otro cielo protector porque arropan, estrechándose. Esas donde, como dice el profesor Nabil BenCh, hay que perderse para poder encontrar la salida. «La búsqueda es el único destino», la brújula y el cahier de notes de este viaje. Cae la tarde, el sol se pierde en el Estrecho, enamorado. Lo saboreamos con parsimonia, como un té a la menta muy dulce que se bebe, aún sabiendo de su ficción, porque no calmará la sed, pero siempre reconforta.