Las vías se duplican, se dividen, aparecen en un diseño abstracto, como un manojo se espigas desordenadas, mudas, sin sentido y sin final, porque la mala hierba y el óxido se comió su trayecto. Recordaba cómo los obreros con sus hatillos y mercancías llegaban cada mañana con un ruido de poleas, de carretas. Y que dentro, la estación lucía espléndida, con espejos biselados, lámparas de cristal y relieves dedicados a Mercurio, dios protector de los viajeros. Recorría de nuevo las oficinas de las compañías del Norte y del Midi, los servicios aduaneros, telégrafos y el restaurante del Hotel Internacional que siempre olía a profiteroles con chocolate caliente. Las familias iban precedidas de grandes baúles, las parejas se despedían con pañuelos extendidos, aparecieron los soldados y la vida siguió pasando ante sus ojos. Desde el andén. Cuando la estación cerró, la nostalgia se posó como el polvo sobre la tapa del piano. No solo el pueblo, sino los alrededores se despoblaron. Los comerciantes buscaron otros mercados donde fuera fácil llegar. Las noches brillantes de conciertos y teatro fueron difuminándose para convertirse en espectáculos provincianos en los días de feria. Y en los cafés pletóricos de tertulias, chispa e ingenio, ya solo servían carajillos tristes y silencio sobre sus barras de cinc. Por entonces tomó la costumbre de instalarse en la galería. Bajaba la aguja sobre el vinilo. Se servía un café solo. Unas onzas de chocolate negro. Y una copa de armagnac. Una manta de mohair en el regazo. En la mesita, el álbum de recortes de periódicos y un libro grande con ilustraciones: Los trenes del mundo. Comienza siempre con el primer viaje, Liverpool-Manchester, con la locomotora Rocket, construida por Stephenson. Recorre, con el regusto del café fuerte en el paladar, en el california-zephyr, la ruta del primer ferrocarril transcontinental, el río Mississippi hacia el oeste. Y trepa por las montañas Rocosas, los desiertos de Utah, siguiendo el curso del río Colorado. Con cada sorbo de alcohol apura un nuevo trayecto y sigue la red del Transiberiano desde Moscú a Vladivostok, pasando por los Urales, el lago Baikal y llega hasta Mongolia sin decidirse del todo a seguir hasta Pekín. Buscando un poco de calor y con hambre de Oriente, trae de la despensa unos dátiles y toma en la Gare de Lyon los vagones azules del Orient Express para llegar Estambul. Y sin saciarse, rumbo a Bombay, devora con los ojos las últimas horas del día, doradas sobre Agra. Ya es de noche. Cierra los ojos e imagina para su último trayecto tomar un tren nocturno en la estación de Santa Apolonia de Lisboa, ver pasar el Alentejo, plácido, por la ventana, atisbar entre encimas Extremadura, buena hermosa y saber entonces que es su último viaje, porque por fin ha llegado a casa.