Cierra los ojos y oye nítidamente las variaciones Goldberg. Tan suave va creciendo en su alma, que solo consigue mover los labios cuando escucha a Glenn Gould susurrándole por dentro. Una hora antes del amanecer un estornino negro se posaba en el olmo junto a su ventana. Después se preparaba el café y salía a la terraza para devorar con los ojos los primeros rayos del sol. Flores dispuestas en tazas desportilladas, marcan su paso, como las miguitas de pan de Hansel y Gretel, hasta el piano. La misma rutina solo rota por los ensayos en el Teatro Real, por los conciertos. Los dolores aparecieron punzando sus dedos, eléctricos, deformando las articulaciones. Hasta que al caer la tarde, casi sin luz en el estudio, se giró para buscar la partitura y perdió el equilibrio. Entró en el hospital en una silla de ruedas y la aparcaron en un pasillo donde la gente pasaba de un lado a otro sin detenerse, una radiografía, y una sala grande con camillas. La despojaron de su ropa y del chal de cachemira que guardaba el perfume de su casa. Lo hizo una joven, y un celador la observaba, quizá sin ver, pero haciéndola sentir desnuda por primera vez en su vida. Su mirada de pavor fue contestada por un «tranquila abuela» entre risas. Abuela. Ella quien no tuvo hijos porque no había espacio para nada más que para su música. Reconocida en medio mundo, nadie sabía allí su nombre. Y tampoco ella a quien dirigirse. Perdida. Los días pasaban aturdiéndola. Las caras eran siempre nuevas. La despertaban para ponerle el termómetro, encendiendo las luces de repente en una habitación sin estorninos. Compartía un espacio con otra enferma que atronaba las horas con la televisión, de la que oía cada quejido de dolor, cada ronquido de su acompañante. La lavaban resguardada apenas por una cortina, girándola a un lado y a otro, regándola después con un chorro de agua de colonia que estremecia, fría, su espalda y olía añejo. «Abuela despierta», era el saludo de cada mañana. Y también, cada vez, ella cerraba los ojos para escuchar las Variaciones Golberg intentando olvidar que su dignidad, que su intimidad, que su vida la habían dejado olvidadas a las puertas de aquel hospital, quizá para siempre.