TLtlevaba el verano merodeando un tiempo, cargado de calentitas mañanas y el split funcionando otra vez. Llegó como suele, atento al calendario y pendiente de los sanjuanes y los solsticios. En Badajoz empieza siempre agarrado a la feria, dorando calles para llenarlas de rebujito, asistiendo a la plaza donde --según cuentan-- se amontona la gente prendida en el sudor, emocionada por un José Tomás tal vez herido y un toro a buen seguro muerto. En otros sitios canta el verano distinta música, mas, en este que empieza, ha sonado también la muerte por ahí. Han matado a un hombre, Puelles , en Arrigorriaga, que era un pueblo que sonaba a canciones del verano, y ha muerto Vicente Ferrer , que salía en las fotos con niños indios vestidos de verano. Serán dos muertos mediáticos y muy solicitados, con obituarios casi regios y espléndidas declaraciones. Coincidirán sus necrológicas en páginas vecinas aunque de vivos no tuvieran nada que ver y solo uno conociese el nombre del otro. Este verano les ha hecho muertos históricos a cuya gloria acudirán partidos, gobiernos, moscones, aprovechados varios. También ha muerto un hombre mientras pilotaba un avión de pasajeros y una mosca en las manos de Obama mientras hacía de extra en la televisión. Aplastada, la pobre, y sin gloria. Pero el verano llega también alegre porque asoman con él las vacaciones. Esos viajes. Esos reposos. Estoy pensando para este año largarme de crucero en cuantito se acabe la feria de San Juan. Me hace ilusión ir al Caribe, como los viajeros del barco de pullmantur, y quedarme allí aislada por una epidemia cualquiera muy cerca de una isla, sin posibilidades de atracar --ni de volver--. Claro que yo elegiría algo bastante más romántico que el virus este H1N1 tan pesado y prosaico. Preferiría, por ejemplo, un ataque de cólera. Como los Florentino y Fermina que puso García Márquez --el amor en los tiempos del cólera-- amándose en el verano caribeño, aislados y esperando a la muerte mientras vivían.