TItba yo contenta, paseando y explicando la historia y las vicisitudes de Badajoz a unos amigos del norte que estos días me visitan, cuando de repente casi me mato. Contemplábamos la catedral y me preguntaban por su peculiar construcción fortificada. Fue en ese momento cuando el tacón se deslizó sobre el pavimento. Sujeta por brazos presurosos y recuperado el equilibrio, miramos hacia el suelo. Cera.

Era la cera de las velas de los nazarenos cuando las procesiones realizaron su Estación de Penitencia en la Semana Santa. Abigarradas gotas enmarcan el limpio pasillo que para la ocasión fue alfombrado. Además de ofrecer aspecto de suciedad, resbala mucho y estuve a punto de darme un buen porrazo. No me había fijado hasta entonces porque iría ensimismada en mis cosas al cruzar la plaza y llevaría otros zapatos, o quizás es que ahora, al dar el sol con fuerza, se ha reblandecido; sea como sea, lo cierto es que es peligroso. Es un espacio transitado por personas mayores de camino hacia el templo y temo que más de una acabe en el suelo con algún hueso roto. No estaría mal que el servicio de limpieza dedicara un tiempo extra al cepillado de la zona.

Peligroso, sucio y con aspecto de abandonado. Por qué, preguntaban mis amigos. No supe qué contestarles y me dio rabia. Llevaba varias horas recorriendo con ellos la ciudad. Explicándoles que, a pesar de que aún queda mucho por hacer, hay voluntad de recuperar el Badajoz viejo. Todo se lo enseñaba orgullosa, hasta el entoldado a cuadros de la calle San Juan quise venderlo como traslación moderna de nuestro pasado árabe, pero de repente, el resbalón y los ojos vueltos hacia el pavimento, dejaron patente la verdad desnuda: abandono. No comprendían cómo la explanada ante la catedral estaba tan sucia, un lugar al que acuden los visitantes.

No supe qué contestar.

Sentí que todo mi esfuerzo por explicarles lo que somos y queremos ser había sido en balde.