TEtran sobre las nueve y media; una buena hora, antes de que apretara el calor, para recorrer el Badajoz antiguo. Cámaras digitales colgadas del cuello y siguiendo a la guía que reclamaba atención con acento sudamericano. Abandonaba junto a ellos el bar La Ría tras el desayuno. Se veía a la legua que eran turistas españoles. Una señora me contó que venían de Castellón. Llevaban ocho días recorriendo Extremadura. Me alegré de que esta ciudad estuviera incluida en el circuito. No es monumental pero sí costumbrista, con fachadas y portales en los que es fácil imaginar cómo vivieron sus gentes; no es una ciudad de imponentes piedras, sino de materiales pobres, y a mí me gusta así. Cuando viajo cada vez me agrada más deambular, aspirar el olor de viejas calles, recreando el transcurrir de los días de otros siglos, alejada de la monumentalidad y pegada a los desconchados revoques, a las sencillas rejas y disfrutando con la intimidad del vecindario expuesta sin pudor en los tendederos.

Me gusta el viejo Badajoz sosegado; frescor atrapado en portales susurradores de historias; olor del jazmín que imaginas plantado por manos ya enterradas, y olor del limonero que adivinas en un patio tras la tapia que recorres.

Entre las solemnes piedras moraron jerarcas y dioses, pero yo prefiero las recónditas calles donde vivieron mujeres de pañoletas y largas faldas, hojalateros o curtidores junto a las tabernas donde se trasegaba el vino al final de la jornada.

Eso es lo que me gusta y me alegró ver cómo el grupo de turistas venidos del levante, caminando despacio tras la guía, enfilaron hacia esas calles de mi vieja ciudad, al encuentro de fachadas y olores, para descubrir este Badajoz desconocido. Los miré alejarse deseando que no fueran meros coleccionistas de instantes y supieran captar el alma de esta ciudad sencilla.