TEtn una caja, olvidada en un armario procedente del último traslado, estaba el diario. Una agenda del sesenta y ocho, de tapas marrones de plástico, en las que con letra apretada estaba mi vida de aquel año. Pasé la tarde hojeándola. De mi familia hablaba poco, tan solo encontré la referencia a una de mis hermanas cuando, en una mañana de sábado, me la tropecé en la calle del Obispo, yo vestida con su jersey preferido. Algo recordaba, pero la cosa fue peor que el recuerdo. Un poco más y me desnuda allí mismo. Ella era muy cuidadosa, y yo un desastre. A los catorce años, según lo escrito en el diario, parece que sólo me importaba la pandilla, los dimes y diretes de este grupo de amigos, y los guateques en la cochera del chalet de Eduardo .

Por entonces debía de ser reciente la construcción del pasaje de San Juan. Allí quedábamos los fines de semana y bajábamos hacia San Francisco, y llegábamos a Castelar, y seguíamos paseando. Por el camino, las charlas, los cuchicheos, y las estrategias para emparejarnos con el chico que nos gustaba.

No hay mucho que sacar de esas páginas, salvo la constatación de que en el sesenta y ocho fue el año en que dejé la infancia. Antes había salido con las amigas, pero a los catorce supe lo que se sentía cuando te sacaban a bailar y la angustia de los minutos, que lentamente transcurrían, mientras fingías interesarte por los discos, rezando para que terminara pronto esa tortura; cómo respirabas cuando se te acercaba EL para sacarte de aquel rincón maldito. Mis manos en tu cintura, cantaba Adamo . Y así era. En mi cintura sus manos y en sus hombros las mías. Dos pasos a un lado y uno al otro, mientras sonaba Hey Jude , hermosa, romántica y, sobre todo, larga.

Eran esos años de posters psicodélicos adornando las paredes del garaje, de flores inventadas en los estampados, de Fórmula V y de los Bravos.

Así está escrito. Era lo que llenaba mi vida.