Unamuno, acordándose de Hobbes, escribe en su obra Soliloquios y conversaciones, ¡¡en 1911!!, que «la democracia es una aristocracia de oradores», aunque «pudo decir de demagogos» y, teniendo en cuenta que «el político de oficio es el producto más genuino de una democracia», también es «el más genuino representante de la vulgaridad», es decir, que «no hay oratoria más vulgar que la oratoria política”» generadora de «vaciedades más o menos sonoras». Nos hemos pasado casi todo el siglo XX hablando de la propaganda, de los discursos incendiarios, de la dominación de las masas, del control de los medios de comunicación y de la facilidad de los gobiernos para manipular la opinión pública. Como si los ciudadanos, los públicos, fuéramos unos seres indefensos en manos de un poder omnímodo al que no podíamos hacer frente. Y ahora, casi veinte años del nuevo siglo, nos damos cuenta de que todo sigue igual con un par de matices: los públicos también se han unido a la fiesta y las redes sociales lo han permitido, al igual que han permitido amplificar la mentira, la noticia falsa, el escándalo, el engaño, la violencia de las palabras y una obsesión más que enfermiza por controlar los discursos y a sus receptores. ¡Qué manía, qué ansia viva, Señor, por aparecer, por ser, por estar, por opinar y por imponer! ¡Qué hartura de profesionales de la opinión y el mitin! Sin miedo al ridículo, sobreponiéndose a su propia ignorancia y creyéndose los reyes del mambo, tiran para adelante con su dieta de demagogia en el estómago sin importarles las hemerotecas, la indiferencia del personal y en lo patéticos que se convierten cuando, en vez de corregirse, se ejercitan en la majadería. Toda la vida intentando apostar por la honestidad, la credibilidad, la ecuanimidad y el sentido común y resulta que nos hemos instalado en un ambiente fétido de posverdad, fake news e incoherencias a cuya toxicidad ya somos inmunes pero que no tienen ni puñetera gracia. Y lo peor es que hay tipos y tipas que creen representarnos, hablar en nombre de todos y tener un discurso decente. Unamuno, acordándose ahora de Kierkegaard, escribía «que nada me angustia hoy y aquí tanto como el espectáculo de la vulgaridad triunfante e insolente. Y los vahos que me vienen de fuera, de lejos, son también vahos de vulgaridad».