No oigo los tambores ni los silbatos de las comparsas ensayando. Es posible que se lo esté impidiendo el mal tiempo o que busquen lugares más alejados de la ciudad, o quizás lo que ocurre es que estoy cada vez más sorda. El domingo no hizo mal día y salí a la terraza por la mañana esperando captar los sonidos del carnaval que se acerca. Silencio.

Yo fui comparsista o comparsera, como prefieran decirlo. Ensayé y bailé hasta el agotamiento. Me puse a buscar fotos de esos años. La brillante mariposa de color naranja con sus rebordes dorados refulgiendo al sol de la tarde. También brillantes los adornos de una fantasía en blanco y negro con la que, tras ganar el primer premio, desfilamos en la Expo de Sevilla.

Si. Yo desfilé en la Isla de la Cartuja. Lo tenía casi olvidado.

Y más fotos. El unicornio, los guerreros de blanco y cuero, los gatos con su gran cola de rafia cayendo en cascada. Fueron los años en que formé parte de La Bullanguera. No guardo los disfraces. Debí de tirarlos en alguno de los traslados. Da igual. No estaban llamados a perdurar en el tiempo, solo debían cumplir el objetivo para el que fueron concebidos y confeccionados por mis manos: divertirme, ser un punto de color en la abigarrada paleta del carnaval. Nada más, y nada menos.

De nuevo se acerca el tiempo de salir a la calle y, lo primero de lo primero, lo que ya para mí se ha convertido en un ritual, es ver y oír a Ad libitum . Rindo homenaje a mi amigo Alejandro y de paso me río. Son muy buenos. Poco, muy poco queda. Me apetece. Quiero disfrazarme. Pero voy a tener que cambiar. Hace bastantes años que me vengo poniendo mi bata de casa, estampada de dibujos infantiles en vivos colores, sobre un pijama de cuadritos rojos. El pijama lo regalé a una amiga caprichosa y a la bata, ya muy descolorida, se le escapan los años por algunos agujeros.

Ahora tengo que pensar en otro disfraz. Saldré a la calle para oír bien y sentir dentro el retumbar de los tambores.