TMte doy cuenta de que me hago mayor porque cada vez llevo peor el aburrimiento. Entiendo que hay cosas que hay que hacer, te gusten o no, como la compra, la limpieza o sacarse el carné de conducir, sobre todo, dependiendo de la increíble red de transporte público de nuestra comunidad. Pero ya no aguanto perder mi tiempo. Por ejemplo, me dan grima las reuniones de trabajo, no las necesarias, sino esas impuestas por la ley en las que uno se reúne para ver cuándo decide lo que tiene que decidir en la próxima reunión. Y no tengo inconveniente en dejar un libro a medias o en no leérmelo siquiera por más que venga recomendado por sesudos críticos. Me fío de otras recomendaciones y de mi instinto. He pasado tantas tardes persiguiendo argumentos o desbrozando personajes que ya concedo pocas oportunidades. Ya no soporto el aburrimiento, me produce malhumor y se me va encendiendo una rabia tipo Pepito Grillo que me avisa cada vez que cometo el error de escuchar a alguien que se toma tan en serio que da miedo. Mi obra , dicen algunos, como si hubieran levantado el Taj Mahal con sus manos. Mis lectores, mi crítica, mi libro, sin un solo desvío hacia el humor que dulcifique ese empalago de flor de té, polvos de talco y tópicos modernos. Y es que hay algunos que olvidan que escribir es un oficio de larga paciencia, pero del escritor, no de los que te leen y mucho menos de los que te escuchan.

En fin, cada vez lo llevo peor. Será cuestión de tener poco tiempo o de la edad o de saber lo que se quiere. Solo le concedo oportunidad de aburrirme al abuelo Cebolleta , tan poco pagado de sí mismo que ni siquiera existe.