Por circunstancias muy felices de la vida, estos meses paseo por Cáceres a otro ritmo diferente. Se acabaron las prisas, los agobios, cruzar en rojo, pararse a saludar o quedar a una hora concreta. Ahora empujo una silla de bebé, aparato complicado donde los haya, junto con toda la parafernalia plegable o no, con pilas o no, que suele acompañar a un niño. Normalmente, con manual de instrucciones en chino o traducido libremente al español directamente de las reservas indias, es decir, infinitivos, sustantivos y poco más.

En fin, que una se lanza a la calle y disfruta como nunca, eso sí, con alguna que otra complicación. Por ejemplo, duelen las muñecas de subir la silla al Everest que suponen muchos bordillos, no hay rampas en muchas calles o, cosas de la vida, están justo enfrente de semáforos o árboles, con lo que o bien pasas de la rampa y trepas como puedas a la acera, o te incrustas con silla incluida contra el obstáculo. Y, aunque no me había fijado nunca, hay tiendas inaccesibles por el número de escaleras de la entrada, o, increíble pero cierto, locales con segundo piso sin ascensor. Y de los perros, o mejor dicho, algunos dueños de los perros, mejor no hablar. Pueden hacerlo las ruedas del coche de bebé, sobre todo, cuando una intenta plegarlo, al coche, no al bebé, y se acuerda del manual de instrucciones, y tiene que limpiarse las manos, tarea harto difícil si tienes que atender al niño, pelear con las ruedas y sacar un pañuelo. En fin.

Mi situación es transitoria. Imagino que como todos los niños, salvo que me dé un susto de muerte, mi hijo crecerá. Y no peleará con bordillos, rampas, falta de ascensores, o escaleras. Pero la gente que tiene que pelear todos los días se merece desde aquí admiración. No sé cómo logran llegar a sus casas. Tal vez la cultura en la capital cultural empiece por arreglar esas pequeñas cosas que dificultan grandes empresas, como pasear por la parte antigua, estos días de primavera en los que no hay que dejarse vencer por el desánimo. Que así sea.