En la ciudad había varios establecimientos con el nombre comercial Toledo. Un bar en la plaza nos resultaba familiar por ser el lugar en el que mi padre tomaba café si no le apetecía jugar la partida en Artesanos o acudir a la tertulia de James. Un bar con hotel, y algunas veces baile, en la carretera de Mérida y una pastelería en San Pedro que era muy familiar.

Las tardes festivas, si no ibas a la sesión infantil del cine Norba, solían comenzar con una visita a alguna familia conocida y luego pasear por Cánovas. Los papás tomaban una horchata sentados en el Bombo. Lo nuestro eran las carreras, mucho triciclo, un pirulí y un cucurucho de patatas fritas el Gallo.

De regreso, al anochecer, pasado el Gran Teatro, el paladar comenzaba a producir saliva en cantidades industriales. Faltaban pocos metros para llegar a la pastelería. Porque resultaba obligado visitar a su dueño, Amadeo. Amadeo era muy amigo de bandeja repleta de recortes de pasteles. A veces enteros. Y un vaso de agua. Pero antes te habían aleccionado. "Nada de coger los recortes a puñaos".

Aunque los ojos y la boca te pidieran otra cosa obedecías, si bien no te resultaba lógico que te debieras quedar con hambre porque en casa te esperaban unas sopas de tomate o de letras. No se qué propiedades tendrían las miradas paternas de por entonces pero no admitían réplica y eran obedecidas sin dudar.