Afortunadamente nuestra memoria no sólo contiene imágenes visuales, aunque sean las mayoritarias acompañadas de las auditivas. También hay memoria de los sabores y olores. Gracias a Dios, pues de lo contrario ya nadie sabría a qué saben los melocotones, ni qué olor tienen las rosas. Porque antes las rosas olían a rosa. Incluso había caramelos que sabían a rosa, como unos que vendían en Lydia. Ahora las rosas que regalas a tu amorcito no huelen a nada y los melocotones han perdido su característico aroma y los melones no huelen a melón. Bueno, es que ni siquiera los melones verdes saben a pepino.

De entre todos los olores que me vienen a la memoria, ninguno como el del pan recién hecho. Si es que sólo con olerlo alimentaba. Muchas veces nos acercábamos al horno de la calle Hornillo y nos dábamos un auténtico banquetazo. Porque de paso también aprovechábamos para robar un puñadito de pipas también calentitas. Y cómo sonaba al partirlo. El deseo de comerlo era tan grande que te podías quemar el paladar.

Algo más complejo era el olor de los ultramarinos. Cada rincón desprendía un olor cualificado. Aquí el tocino colgado de un clavo, allí el café y la achicoria, sobre el mostrador unas libras de chocolate, bien de Matías López en sus fundas, bien unas pastillas terrosas que te embriagaban de cacao. De unos sacos abiertos salía el olor característico de las legumbres. Y una mezcla indescriptible de aromas orientales y de especias. Hasta las patatas olían entonces a auténticas patatas. La conjunción de tantos y tan diversos olores daba lugar a un olor especial, acogedor, calentito, adormecedor o quizás tranquilizante.

El día del Corpus, en primavera, la plaza Mayor y la calle Pintores olían a romero. Y las rosas que asomaban por las verjas de los chalés de la calle san Pedro de Alcántara desprendían una fragancia embriagadora.