Él asegura que es un «tipo normal», pero lo cierto es que bien podría protagonizar una novela. Con la misma naturalidad con la que asevera que acaba de estrenar toga relata que gran parte de su vida se ha dedicado a atracar bancos. Emilio Collazos Vegas nació en Cáceres y ha sido emigrante, legionario, ladrón de bancos, recluso y ahora, abogado. El cacereño atiende a este diario desde un parque en una pausa de su turno de oficio. Pasa una ambulancia e interrumpe su discurso. «Si lleva a algún enfermo lo va a matar con el ruido», bromea.

Su relato es frenético, como su vida aunque él insista en que su experiencia es común a la de sus vecinos de Las Palmas. Habla tan rápido que atropella las palabras. Tiene una memoria prodigiosa, recuerda cada fecha y cada dato, los ha repetido tantas veces que sabe reconstruirlos sin pausa. Hijo de agricultores, Emilio fue el pequeño de seis hermanos. «Ya venía rebelde de pequeño», añade con sorna y recuerda que para que él naciera tuvieron que trasladar a su madre a Cáceres para practicarle una cesárea. Pasó su infancia en Monroy y reconoce que como el menor de la familia siempre fue el «más mimado» y el «más consentido». La matriarca falleció cuando él tenía 9 años. Los bancos se quedaron con las tierras de su familia y todos emigraron a diferentes puntos del país, él primero a Valladolid y luego al País Vasco. Nueve años después de su último atraco, sostiene que quizá ese «odio» que mantuvo hacia la banca desde pequeño forjó su perfil como atracador. Quién sabe.

Estudió en el seminario de Coria, «se aburrió» y lo dejó. Entró en la Renault, se «aburrió» y lo dejó. Decidió probar suerte en otro tercio y ahí fue cuando se alistó en la Marcha Verde de la Legión en el 1975 en busca «de algún botín de guerra que esconder». «Ya apuntaba maneras», ríe. «Al final ni hubo guerra ni hubo nada», repite con la sorna que le caracteriza.

A partir de ahí, fue cuando dedicó a robar en bancos. «Atracar es la cosa más fácil que hay», resuelve. «Hoy hay más seguridad, antes te llevabas millones sin problema», añade. La clave era «especializarse». «Ibas a primera hora o a última», confiesa. En sus treinta años como atracador y un centenar de robos, el cacereño presume de no haber derramado «ni una gota de sangre». «Si hay tiros estás perdido, eso sí, si había algún héroe tenías que apuntarle en la cabeza», para intimidar, aclara. Recuerda su primer ‘golpe’ y señala que «una vez que pasas la línea, cruzas la barrera y ves que no pasa nada, sigues». De hecho, se mantuvo prófugo de la justicia hasta que 1991 ingresó en una prisión por primera vez. Con hasta 21 millones de las antiguas pesetas -120.000 euros- llegó a hacerse en cada atraco. «Estaba aburrido de vivir tan bien», sostiene. Relata que lo importante era mantener un «perfil bajo, pasar desapercibido». Para sortear las órdenes de captura, recogía su botín y se marchaba a Sudamérica. «Allí era un desconocido», se vanagloria de conocer tantos países como le alcanzan las manos. «Cuando quería me iba a Cuba, si me aburría, viajaba a Argentina y a España entraba por Portugal». Por ese entonces vivía en el País Vasco. La mayoría de los botines los ‘recogió’ en sucursales vascas y navarras.

En la mayoría de los atracos se hacía pasar por miembro de ETA para intimidar a los cajeros y perpetrar los robos. «En la cárcel he coincidido con algún gudari que me ha pedido comisión por usar sus siglas», narra con un donaire que es complicado saber hasta dónde la ironía disfraza la realidad. Precisamente, vivió uno de los episodios más peliagudos cuando los cuerpos de seguridad pensaron que realmente era simpatizante de la banda terrorista. En ese momento límite, pensó en «retirarse» de la vida delictiva. En 2008 volvió a la cárcel. Hasta los cinco años y medio no volvió a salir de permiso, así que en ese periodo decidió matricularse en Derecho y ahora avala a la misma justicia que le condenó. Siete años tardó en licenciarse y hace unos meses ha jurado el cargo en el Colegio de Abogados de Las Palmas. Ejerce como letrado de oficio en varios casos. «No tengo mucho trabajo, pero pago mis tasas, vivo de alquiler, empiezo una vida nueva», añade. «¿Sabes cuáles son los tres impuestos de la vida?», pregunta y sin tiempo para respuesta resuelve que «gasoil, tabaco y alcohol» y que con suerte no es adicto a ninguno de los tres.

Sobre si se arrepiente de su currículum delictivo, asevera que «son cosas que pasaron, lo hecho, hecho está, y ya he pagado por ello». Ha pasado más de diez años en prisión. Ha conocido hasta seis centros penitenciarios, también Cáceres II. A pesar de su reclusión se atreve a alegar que «las cárceles españolas son las mejores de Europa, son la envidia, tienes para dormir, comer y para leer, yo me he leído todo lo de Isabel Allende y Vargas Llosa», anota. Pero él ya ha cumplido su condena y recita con exactitud un artículo del código penal que hace mención a que el propósito del sistema penal español es la «reinserción» de los internos. Ahora, en la calle, su aspiración ahora es conseguir un «despacho» para recibir a sus clientes y «vivir honestamente». Aunque en alguna ocasión ha vuelto a la Cáceres que reconoce como la ciudad «tranquila» que recuerda, no se plantea vivir en otro lugar que no sean Las Palmas. «Nino Bravo decía que el jardín era América, para mí es Canarias».

En cualquier caso, él se declara «ciudadano del mundo». Reniega de los «regionalismos», pero aprovecha la coyuntura para expresar su malestar porque ciudadanos vayan a la cárcel «por expresar sus ideas políticas». Su obligación es «luchar para hacer justicia». Con un pasado de película, se relaja convencido de que «el futuro no existe». «Nunca me he programado, lo importante es vivir el momento», concluye. Su pausa para descansar ha acabado y tiene que pasear su toga recién estrenada.