Iba yo a comprar acelgas cuando me encontré con Clara. ¡Que hay que ver cómo se ha puesto Clara! La ves y ni te acuerdas de Gisele Bundchen. Sin más explicaciones me invitó: ¿Te vienes a bailar? Otro día que no comemos acelgas. Porque esas invitaciones no las puedes despreciar y menos si te las hace una persona tan apetecible. Ni se me ocurrió preguntar "¿sueltos o agarraos?". Ya me veía apretando un cuerpo esbelto y susurrando palabras cálidas al oído que propiciaran aún más proximidad.

Llegamos a un edificio en el que se leía: Casa de la Cultura. No me extrañó pues había leído en un libro de antropología que el baile es una manifestación cultural. Ojalá todas ellas fueran tan gratificantes.

Y comenzó el baile, aunque para mi gusto había exceso de luz. Un bolero. Mira que los boleros se prestan al arrimao. Mira que son propicios para el achuchón y las caritas. Mira que contienen palabras excitantes y provocadoras. Pues nada. Porque era necesario dar pasos imposibles, hacer movimientos complicados, soltar y atraer a la pareja, dar vueltas sin cesar, cogerla de una mano y hacerla girar como una peonza. Y, claro, si debes prestar mucha atención a todas esas cosas no puedes concentrarte en lo tuyo, que es el arrimao. Y así una hora.

Vaya plasta de bailes de salón. Y pagando. Con los beneficios que te proporcionaban en otros tiempos sin necesidad de tanto cuento. Como la cosa no me dejó nada satisfecho le propuse: "el lunes te invito yo a bailar, pero el lugar y la música y las instrucciones las pongo yo". Me preguntó: "En otra casa de cultura". Si, mucha cultura. En mi despacho, que está repleto de libros y hay un sofá. Y nada de gilipolleces. No nos moveremos de un baldosín. ¡Clara!