Los primeros años de escolarización no tenías excesivos problemas para escribir. Utilizabas una pizarra con su pizarrín y si te equivocabas, que era lo más probable, borrabas al momento con un escupitajo y el dorso de la mano o con un trapo, normalmente asqueroso, que colgaba de una esquina del encerado.

Pero de repente te daban un cuaderno, una pluma y tinta. Bueno, la tinta la fabricaba el maestro diariamente a partir de unos polvos mágicos y de ella te surtías para rellenar el tintero de porcelana que tenías en un agujerito de tu pupitre. Los cuadernos los había de dos o tres rayas. La pluma era un palo en el que se insertaba un plumín metálico que echaba tinta cuando y donde no era necesario y no la echaba cuando y donde era imprescindible.

Aprobabas cuarto y reválida y te regalaban una estilográfica que también era necesario recargar apretando su bombona de goma. No menos dolores de cabeza te daba el tiralíneas que servía para emborronar con tinta china folios de papel de barba y estropear los dibujos. O el compás, con el que hacías circunferencias redonditas pero que si debías utilizar el plumín resulta que se corría la tinta.

Un día apareció alguien con un bolígrafo y la vida escolar cambió radicalmente. Fue toda una sensación porque no emborronaba el papel, aunque costaba caro. Mucho más que el lápiz o la pluma. Lo habría comprado en Vicente, bajo los portales. Si sería un lujo caro, que era necesario recargarlos en la tienda que Vicente tenía en la cacereña calle Pintores. Luego el colmo fueron los rotuladores y las estilográficas con recambio.

Hoy te ofrecen gratuitamente un puñado de bolígrafos en cualquier parte y con el menor pretexto y no los quiere nadie. Los tiralíneas han desaparecido y ya no los usan ni los delineantes o arquitectos, pues hasta mis amigos Mercedes y Faustino se han pasado al Autocad.