Hace unas semanas estuvimos en Londres. Nos acompañó el buen tiempo, incluso pasamos calor, lo que, al parecer a parte de un milagro fue una desgracia, ya que según los londinólogos Londres hay que verlo con niebla, bruma e incluso llovizna, pues de lo contrario no es Londres. ¡Qué cosas tiene uno que escuchar! O sea, que es preferible ver la Torre a trocitos, adivinar dónde puede acabar el Big Ben, resbalar en la húmeda hierba de Hide Park, antes que ver cada monumento en su integridad resplandeciente bajo el sol. El buen tiempo nos permitió pasear y disfrutar de la ciudad. Recorrimos la City, desde St. Paul´s hasta el Monumento, en los aledaños del Támesis, y en el trayecto pudimos contemplar arriesgados y majestuosos edificios de oficinas, alguno de los típicos bombines de los hombres de negocios y varias decenas de ejecutivos/as, que una vez concluida su tarea, se concentraban en los alrededores de algún pub con un vaso en la mano. La escena les vino de perilla a mis hijos. "Aquí también hay botellón ", sentenciaron. Pero con diferencias, que no sólo se centraban en la hora, la media tarde, pues con toda seguridad ningún vecino presentará una queja, la policía no tendrá que ocuparse de vigilar posibles desmanes y no será necesaria la tarea de un Conyser. Porque no había un solo papel en el suelo, ni colillas, ni micciones en las paredes, ni cristales rotos. Ni broncas, peleas o discusiones desaforadas. Bueno, es que no se oía ni una sola voz. A los vecinos de la plaza Mayor cacereña, a los de La Madrila, Pizarro, etcétera, nos vendría muy bien que, ya que el ayuntamiento se muestra incapaz de solucionar el tema, propiciara un intercambio de botelloneros con Londres. Y no para unas semanas, sino para unos años.