En cualquier lugar del mundo, uno queda a las seis, calcula la distancia desde el punto de partida hasta el de llegada, deja un par de minutos para los imponderables semafóricos y los adioses rápidos y llega puntualmente a la cita. En la ciudad feliz , no, nada de eso: quedas a una hora y has de calcular, además de la distancia, un sinfín de imponderables.

En la ciudad feliz , la calle está llena de imponderables, de sorpresas, de variables, de acechanzas e imprevistos. En Cáceres, uno sale de casa a una hora, pero es imposible calcular la hora de llegada al punto de destino porque donde menos te lo esperas surge el amigo, la prima, el exnovio, la colega, el panadero, el camarero, el pastelero, la madrina, las vecinas...

El pulpo de la Cope

Y te frenan en seco, y te cuentan todo lo suyo, y se interesan por todo lo tuyo, y comentan todo lo de los demás, y te hablan del no en el referéndum francés, de los puntinos de colores, de los cuernos del Conde de la Corte (de sus toros, me refiero) y del pulpo de la caseta de la Cope.

Si calcula usted los minutos diarios que pierde en estas entrevistas a pie de acera, descubrirá que se pasa media vida hablando en los semáforos, en las esquinas y en los parques.

Hay zonas de alto peligro y otras más despejadas. Servidor, por ejemplo... Si he de ir desde Moctezuma a la plaza y tengo prisa, escojo un itinerario alternativo que va por El Rodeo, Colón, Camino Llano, San Juan y Gran Vía. Aunque muchas veces, ni eso sirve porque donde menos te lo esperas, se embosca el pariente y surge el conocido.

Aunque eso sí, como tenga el día tristón y necesite sentir cariño, elijo la ruta de las conversaciones y voy por Antonio Hurtado, zigzagueo por Gil Cordero y Gómez Becerra, desciendo por avenida de España, Cánovas, San Antón, San Pedro, Pintores... Puedo tardar dos horas, pero acabo el recorrido eufórico, sabiendo todo de todos y facilitando que todos sepan todo de mí.

Esta inveterada costumbre charladora de la ciudad feliz es aceptada por todo el mundo, pero como en el fondo produce algo de vergüenza, los cacereños se han agenciado una frase educada y elegante que pronuncian con mucha urbanidad cuando creen que la conversación callejera está llegando a su fin. En ese trance dicen: "Bueno, no te entretengo más, ¡eh!".

Es alucinante: después de hablar durante 43 minutos, tenemos la cara de parecer condescendientes y educadísimos. Contamos hasta lo de la callejina, provocamos que nuestro interlocutor pierda la vez en la peluquería y encima pretendemos quedar de guay. Y por si nuestro retenido no se ha percatado del detalle, acabamos la frase con una exclamación: "¡Eh!". O sea, fíjate bien por si no te has dado cuenta porque no pienso entretenerte más... ¡Eh! Que conste.