Hubo de ocurrirme a mí hace unos días en el palacio de la Isla lo que le ocurrió al pintor Benito Manuel de Agüero hace cuatro siglos en el Real Alcázar de Madrid, según cuenta Néstor Luján en su novela histórica Los espejos paralelos. Si el discípulo del pintor de la Corte de Felipe IV, Juan Bautista del Mazo, yerno de Velázquez, quedó encerrado por accidente toda una noche en un aposento del mencionado Alcázar donde se exhibía --a la elegida aristocracia y a algún que otro privilegiado, que no al pueblo llano-- el gran cuadro ´Las Meninas´; el que les habla, ecléctico discípulo de quien bien le hable y le proponga, pasó toda una noche, también encerrado por accidente, en el palacio de la Isla, donde se exhiben --al pueblo llano; y también a la aristocracia interesada-- los retratos realizados al óleo sobre lienzo por el pintor Luis de Ramón y Ortiz a veintiocho cacereños del siglo XXI --incluido su autorretrato--.

Había estado yo en casa de mi amigo Carlitos participando en la celebración del octavo tercero cumpleaños de su abuelo, el escritor Don Eliseo García. Durante la velada, el homenajeado anciano me habló de los retratos antes mencionados y de su merecimiento, levantando en mí un vivo interés por verlos. Así pues, a las nueve y mucho de la tarde, terminado el sarao de Don Eliseo, donde hube bebido quizá en exceso, entré en el palacio de la Isla con el propósito de admirar las caras retratadas.

Fue el gusto por el buen beber mucha cerveza fría y delicioso vino a costa de Don Eliseo, lo que me provocaron unas insistentes e inaguantables ganas de evacuar líquidos, que me obligaron a ir al servicio, donde desahogué, suspiré y descansé. Me dirigí luego a la salida, pero encontré la puerta bien cerrada y no había alma dentro de palacio que me la abriera. Sin saberlo, habían cerrado el palacio conmigo dentro. Así pues, la noche me acogió fuera de mi casa, en unos aposentos que me ofrecían fría cama de piedra, rodeado de los rostros pintados de veintiocho paisanos míos que desde sus lienzos me miraban fijamente.

Fuera el cansancio o la traidora imaginación que suele invadir y llenar de pavor la mente del que se queda encerrado una noche en un habitáculo desconocido, el caso es que, transcurridas no más de dos horas, vi como esos rostros, fielmente retratados por el pintor, comenzaban a gesticular y a moverse como si tuvieran vida propia.

Así, el alcalde José María Saponi, que mostraba una expresión un tanto ácida, como si acabara de beberse un zumo de limón natural, miraba de reojo al concejal Felipe Vela --cuyas canas me resultan muy familiares porque así las tiene mi padre, su tío--, quien a su vez, hundiendo para sus adentros la cara, llamaba a gritos a José L. Franco, Franquete, para que les contara un chiste e intentara limar asperezas entre ambos. Pude ver con mis propios ojos como la concejala de cultura, Cristina Leirachá, acompañada de Franquete, bajaba las escaleras que dan acceso a la sala baja del palacio e invitaba a bailar un vals al director del Gran Teatro Isidro Timón, y como enseguida el presidente del Ateneo, Esteban Cortijo, celosillo él, le quitaba la pareja al dramaturgo y hacía proposiciones honestas a la concejala: "Si tú me concedes un edificio céntrico que albergue el Ateneo, yo te enseño a bailar la lambada". Vi con mis propios ojos como el exmatador de toros Luis Alviz, vestido de goyesco, intentaba enseñar el arte de la manoletina al obispo Ciriaco Benavente. Como los pintores Emilio González --el hombre fugaz-- y Martínez Moreno andaban buscando como locos por todas partes, lupa en mano, los colores de los cuadros del pintor de la casa Massa-Solís, que, como niños desobedientes, se habían desprendido de sus telas y las habían dejado insustanciales. Vi como el cantaor Simón García "Niño de la Ribera" se arrancaba por rumbas -si, por rumbas- y el resto de los retratados le hacían de palmeros. Probé las exquisitas delicadezas culinarias del cocinero Cesar Ráez, que apareció portando en una bandeja de plata sus bocados de autor. Sorprendido viví una noche alucinante acompañado de estos personajes --no puedo nombrarlos a todos por falta de espacio-- pintados con destreza por Luis de Ramón y Ortiz, quienes agraciadamente --y que sea por muchos años-- aún no son espíritus.

Llegó la mañana y el portalón del palacio fue abierto por un hombre al que enseguida le conté lo sucedido. "Pero hombre de Dios, haber avisado por alguno de los teléfonos de la casa", me dijo. "No, si lo he pasado muy bien", le contesté sonriendo. El hombre me miró poniendo esa cara que ponen los que miran a un loco.