Tras su definitiva reconquista en 1229 por Alfonso IX, la ciudad feliz vivió tiempos de paz hasta que siglo y medio después comenzó el largo rosario de guerras civiles que ha golpeado Cáceres, bien es cierto que con no tanta saña como en otros lugares.

Resulta llamativo que desde 1229 hasta nuestros días, cuando los cacereños se han olido la llegada de un ejército extranjero en son de guerra, siempre se las han ingeniado para pactar y salir del paso sin que la tragedia bélica dejara secuelas graves en la ciudad. Esta es una de las causas de que Cáceres sea hoy un bello conjunto histórico respetado por el paso del tiempo.

Sin embargo, cuando tocaba guerra civil, no había pacto y la contienda acababa dejando su marca de fuego y ceniza. La más señalada fue la destrucción del Alcázar de Cáceres, sito donde hoy se encuentra el palacio museo de las Veletas, en cuya base posterior aún se contemplan restos de la fortaleza musulmana.

El alcázar ya fue atacado en la primera guerra civil que asoló la ciudad medieval, allá por el año 1367, cuando Pedro I el Cruel tomó el castillo por la fuerza y mató a varios de sus defensores. Pero su destrucción total no llegaría hasta 1464, cuando la ciudad aún no era feliz y prefería dividirse en facciones en lugar de disfrutar de la paz.

LAS TORRES DESMOCHADAS

Ese año, los partidarios del infante Alfonso arrebataron Cáceres a los seguidores de Enrique IV y el alcázar fue destruido. Diez años después, en 1474, una nueva guerra civil, esta vez entre nobles partidarios de La Beltraneja y de Isabel la Católica, acabó con la victoria de Isabel y la real provisión del 12 de mayo de 1476 en Madrigal por la que se ordenaba desmochar las torres nobiliarias de Cáceres.

La ciudad feliz salía, pues, de la Edad Media un tanto escaldada: sin alcázar y con una gran parte de sus torres chatas y sin poderío. Después llegó el más largo periodo de paz de que ha gozado nunca Cáceres. Entre 1474 y 1808 no se acercó por aquí ni una miserable patrulla con malas intenciones y se fue fraguando ese ambiente sosegado, conformista, levítico... feliz.

Pero al poco de estallar la guerra de la Independencia, sonaron las alarmas. Cáceres estaba en el centro del eje Salamanca-Badajoz, el más ajetreado de la guerra y teatro fundamental de operaciones de los ejércitos poderosísimos de Soult y Wellington. La integridad urbana cacereña corrió peligro en varias ocasiones, pero gracias a la sutil capacidad negociadora del noble Pedro Golfín y del corregidor Alvaro Gómez Becerra, que compraron la paz cacereña, la ciudad siguió feliz e incólume.

No pasaron muchos años antes de que otro ejército francés se acercara a Cáceres dispuesto a todo. Fue en 1823. En Cáceres gobernaban los liberales y en abril de ese año habían entrado en España los 100.000 Hijos de San Luis para ayudar a Fernando VII a implantar el absolutismo realista. El 8 y el 9 de junio se supo que las tropas del conde de Bourmont se acercaban a la capital y la ciudad feliz tuvo picardía para adaptarse a las circunstancias.

Los liberales significados se fueron a Badajoz, se liberó a los presos realistas y se quitó de la torre de Bujaco la placa constitucional. El 12 de junio entraban en Cáceres los franceses y la población los recibía jubilosa. Pero se fueron los gabachos felices y contentos y los líderes liberales regresaron, se volvió a poner la placa en la torre de Bujaco y la vida siguió igual.

Tres meses después cambiaba la situación: retornaban los realistas al poder cacereño y el 12 de octubre se anunciaba la llegada de las tropas liberales al mando del famoso guerrillero El Empecinado. Esta vez no eran franceses y la ciudad feliz decidió que bien estaban las artimañas graciosas para engañar a los extranjeros, pero que con los paisanos, lo mejor era luchar a sangre y fuego. Y pasó lo que pasó.