Los hay tan rápidos que sólo tardan dos horas en llegar a Madrid. Ya lo quisiera el Ave. No hace mucho tiempo era necesario parar a comer en Talavera, lugar preferido por las esposas pues les permitía echar un vistazo a la cerámica y comprar un cacharro para las lentejas o un plato para colgar. Maqueda ofrecía una buena comida, gasolina y recuerdos de Toledo, incluso miel. El paso por los demás pueblos te servía un café con churros, en Santa Olalla, y un refresco final en Trujillo. Pero también eran causa de retrasos.

La vida de un cacereño en Madrid comenzaba en Galerías Preciados, continuaba en la cafetería Fuentesila, en la esquina de Gran Vía (de José Antonio, no se olvide) y Montera, y concluía en Pasapoga, el Corral de la Morería o en Chicote si había clase o relaciones. Si acudías acompañado por los nenes, cosa harto rara y difícil por ser muy cara, era obligada la visita al zoo, que estaba en el Retiro. Los cacereños de hoy son menos pueblerinos. Cualquiera está capacitado para guiarte a una dirección por muy complicada que sea, pues conocen la ciudad con mucho más detalle que un taxista madrileño. Te pueden ofrecer cientos de nombres de centros de diversión con sus características, edades recomendadas y relaciones que pueden establecerse. La lista de restaurantes que escucharás no tiene fin. Los hay de todas las categorías y precios. Y siempre hay alguno que tiene las amistades imprescindibles para acceder a una entrada para el partido de la Copa de Europa o las corridas, incluidas las de toros. Creo que no hay ningún madrileño que conozca la ciudad con tantos detalles como un cacereño.