La otra tarde, paseando por el centro, me fijé en una señora mayor que salía de su casa rodeada de perros y vestida de manera muy original: un sombrero blanco, unas gafas negras, un pantalón rojo, una blusa alegre... Era una dama alta que cruzó la calle con su pequeña jauría. Parecía un personaje extraño para lo que es común en la ciudad feliz . Era especial, diferente, elegante a su manera, desenfadada y, desde luego, muy europea.

Aquella señora con sus canes parecía más bien una imagen propia del Regent´s Park londinense o de las orillas del canal Saint-Martin de París. Los cacereños con quienes se cruzaba por la calle así lo entendían, pues la miraban con curiosidad y, en algún caso, hacían comentarios sobre su particular estilo. Aunque lo que más me maravilló de ella fue su falta de sentido del ridículo.

Salirse de la norma

En Cáceres, desde antiguo, el temor al qué diran, la vergüenza ante la posibilidad de salirse de la norma, el reparo al llamar la atención... En fin, el sentido del ridículo es algo tan común que se ha convertido casi en un valor colectivo que contagia a quienes llegan, incluso a los inmigrantes.

Una vez me disfracé de menesteroso y me acerqué a la cola que se monta los jueves ante el convento de las trinitarias. A las cinco, las monjas abren las puertas e inmigrantes y necesitados en general rebuscan entre los montones de ropa usada que los cacereños caritativos llevan al convento.

Me llamó la atención que chicas ucranianas, familias magrebíes y muchachos y muchachas de Ecuador, Perú o Bolivia removían los montones escogiendo sólo prendas discretas. Dejaban los pantalones verde fosforito, los sombreros llamativos, los bolsos purpurina, las blusas rosa fucsia y optaban por lo comedido, por lo gris, lo azul marino y lo verde apagado. Se habían convertido en cacereños de pro que huían de las ropas llamativas y ridículas .

Esto del sentido del ridículo tiene su importancia. Según algunos estudios pedagógicos y sociológicos, a los españoles nos cuesta aprender idiomas por nuestro acentuado sentido del ridículo: nos avergüenza lanzarnos a hablar inglés o alemán porque pensamos que se van a reír de nosotros. Acogotados poer el complejo de Doña Croqueta (aquel humorista que imitaba a una americana que chapurreaba el castellano con gracejo) no somos capaces de practicar nuevas lenguas.

En otros países europeos es diferente. Los holandeses no tienen vergüenza de nada: no colocan cortinas en sus casas, no tienen reparo en ir en bici a todos lados, visten de manera desenfadada aunque tengan que pasear por los alrededores de Kalverstraat, algo así como Cánovas, y les encanta chapurrear cualquier idioma nuevo.

En España, los catalanes tampoco tienen un sentido del ridículo excesivamente acentuado y, curiosamente, también son quienes más dominio de otras lenguas manifiestan según las estadísticas. Podría argumentarse que se debe a su bilingüismo, pero en Galicia también tienen dos lenguas y, sin embargo, son algo negados para los idiomas y tienen tanta vergüenza al ridículo lingüístico como en Extremadura.

Si en Cataluña un charnego intenta hablar catalán, será animado y escuchado con respeto. Si en Galicia un foráneo se anima a intentarlo con el gallego, notará la incomodidad de sus interlocutores, que parecen sentir vergüenza ajena y bien acaban riéndose del incauto que chapurrea, bien le piden que siga hablando castellano, que lo hace mucho mejor.

Mientras no nos desembaracemos del miedo al qué dirán, ni seremos completamente libres, ni completamente modernos, ni completamente políglotas. La ciudad feliz será más habitable cuando destierre el sentido del ridículo durante todo el año y no solamente los cuatro días del Womad.